Del "Consenso de Washington" se conoce poco o se habla poco. Esa es mi impresión. En ocasión de una reunión social, en la que compartíamos una decena de amigos y amigas, todos relacionados con las ciencias sociales, lancé la pregunta sobre el tema. Solamente un par de ellos tenía conocimiento. Personalmente, había escuchado por primera vez del consenso de Washington un par de meses antes , durante un seminario dictado por politólogos canadienses.
El origen del nombre.
El nombre "Consenso de Washington" fue utilizado por el economista
inglés John Williamson en la década de los ochenta, y se refiere
a los temas de ajuste estructural que formaron parte de los programas del
Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo, entre otras instituciones,
en la época del re-enfoque económico durante la crisis de la
deuda desatada en agosto de 1982.
Algunos se refieren a la "Agenda de Washington", otros a la "Convergencia
de Washington" y unos pocos la llaman la "Agenda Neoliberal".
Años más tarde, Williamson convocó a una cincuentena de economistas de varios países, entre ellos varios latinoamericanos, a una conferencia que tuvo lugar el 6 y 7 de noviembre de 1989, en la capital federal, destinada a analizar los avances alcanzados y las experiencias obtenidas de la aplicación de las políticas de ajuste y de reforma estructural impulsadas por el consenso de Washington. Las conclusiones que de esta conferencia surgieron dieron para un libro, el que fue editado por el propio Williamson y publicado por el Institute of International Economics de Washington.
Los pioneros.
Margaret Thatcher había ya
iniciado el proceso de ajuste económico y reforma estructural en Inglaterra,
a su ascenso al poder en 1979. Las consecuencias sociales fueron desastrosas,
reflejadas, entre otros indicadores, por una asimetría en la distribución
del ingreso similares a un país del tercer mundo. El costo político
fue la pérdida del poder por parte de los Tories, situación
que, a juicio de muchos, no tienen esperanza de revertir, al menos en el futuro
previsible.
En Chile, los llamados "Chicago Boys", aplicaron también dichas políticas en los primeros años de la dictadura militar de Augusto Pinochet. Más aun, buena parte de estas ideas habían sido planteadas en un libro que denominaron "El Ladrillo", escrito algunos meses antes del putsch de septiembre de 1973, por un grupo de connotados economistas asociados a la Universidad Católica de Chile y a la Universidad de Chicago. Este texto constituyó la base de la política económica del gobierno militar. Los sacrificios sociales que debieron soportar los chilenos durante esta reforma estructural es materia bien conocida. Menos difundidos son los costos económicos que significaron para el Estado chileno las transferencias a la banca privada durante la crisis de 1982-83 y posteriormente, en 1986 mediante las ventas subsidiadas por las que se dio curso a la privatización de las empresas estatales de servicios públicos. En cuanto al costo político, podría mencionarse la pérdida del plebiscito de octubre de 1988 por parte del régimen militar, aunque por un margen decepcionantemente no muy amplio, habida cuenta del costo social y económico que se debió pagar por el ajuste y reforma.
¿Quiénes conforman
el consenso de Washington?
Aparte del Banco Mundial y el BID,
conforman el consenso de Washington altos ejecutivos del Gobierno de EEUU,
las agencias económicas del mismo Gobierno, el Comité de la
Reserva Federal, el Fondo Monetario Internacional, miembros del Congreso interesados
en temas latinoamericanos y los "think tanks" dedicados a la formulación
de políticas económicas que apuntan a forzar cambios estructurales
en Latinoamérica.
Desde luego, este consenso de Washington (en lo sucesivo sólo Washington) no representa una sóla opinión prevaleciente, sino que se compone de acuerdos básicos en materias macroeconómicas pero que incorpora diferentes matices.
John Williamson intentó
sintetizar las diversas ponencias que se presentaron en el seminario de 1989
relativas a una decena de instrumentos de política económica,
en las cuales se verificó un razonable grado de acuerdo.
A continuación, una revisión breve de esta síntesis,
a la cual he agregado el parámetro de la inflación y he omitido
los Derechos de Propiedad, dado que el economista no se explaya mayormente
en este tema.
(1) Disciplina fiscal :
No más déficit fiscal. Presupuestos balanceados.
Grandes y sostenidos déficit fiscales constituyen la fuente primaria
de los trastornos macroeconómicos que se manifiestan como procesos
inflacionarios, déficit de balanza de pagos, y fuga de capitales. Reflejan
la carencia de coraje político u honestidad por parte de la autoridad
para enfrentar el gasto público con los recursos disponibles. Un déficit
de presupuesto operacional que sobrepase un 1% a 2% del PIB se considera prueba
fehaciente de una falla en la política aplicada, a menos que este exceso
se haya utilizado en inversiones de infraestructura productiva. Se recomienda
estabilizar la proporción deuda-PIB a no más de 0.4.
(2) La inflación como
parámetro central de la economía.
Para Williamson no aparece claro que las reformas promovidas por Washington
apunten a solucionar todos los problemas que enfrentan los países de
América Latina, es el caso de las políticas antiinflacionarias,
las que se suponen consecuencia del régimen de disciplina fiscal recomendado.
En mi opinión, como las políticas de ajuste y reforma estructural
tienen su origen en la crisis de la deuda, no es de extrañar que el
control de la inflación sea un asunto prioritario para los organismos
acreedores. Lo anterior no invalida el hecho de que la inflación descontrolada
constituya, en última instancia, una carga que afecta a todos los sectores,
pero con mayor fuerza a los estratos sociales más débiles.
Como regla general, los países parecen haber adoptado la inflación
como el parámetro referencial del modelo económico, alrededor
del cual se mueven y se subordinan los otros parámetros, incluido el
desempleo.
(3) Prioridades en el gasto
público.
La necesidad de cubrir el déficit fiscal presenta la disyuntiva entre
aumentar los ingresos fiscales o reducir el gasto público. El consenso
de Washington, influido por los economistas "reaganianos" ("supply-siders"),
optó por favorecer la reducción del gasto público. No
se necesita mucha imaginación para deducir a quiénes favorece
esta política y a quiénes no. Desde luego que los sectores más
ricos de una sociedad resistirán una redistribución por la vía
tributaria, prefieren la reducción del gasto público, aunque
signifique el fin del estado de seguridad social.
El consenso de Washington, especialmente las instituciones supranacionales que lo integran, poseen marcadas opiniones respecto a la composición del gasto público. Lo catalogan en tres categorias diferentes : subsidios, educación y salud, inversión pública.
Los subsidios deberán reducirse, incluso eliminarse, en el caso de empresas fiscales deficitarias. Por contraste, el gasto en educación y salud es considerado como la quintaesencia del gasto fiscal apropiado, en su carácter de inversión en capital humano. La inversión en infraestructura pública, es también considerada una forma de gasto público productiva.
El gasto militar es tratado como una prerrogativa inalienable de los -en este caso- gobiernos soberanos, por lo tanto fuera del ámbito monitorio de la tecnocracia internacional.
(4) Reforma Tributaria.
El aumento del ingreso vía impuestos se considera una alternativa a
la reducción del gasto público para paliar déficit fiscales.
Según Williamson, una buena parte de los tecnócratas de Washington
(excepto los pertenecientes a think-tanks derechistas) consideran la aversión
del Washington político al incremento tributario como irresponsable
e incomprensible. A pesar de esto, existe un amplio consenso en el principio
de que la base tributaria debe ser amplia, mientras que la tasa tributaria
marginal debe ser moderada.
Sin embargo, Washington no siempre practica lo que predica. En 1993 el Presidente Clinton aumentó los impuestos, especialmente gravando a los sectores más ricos, con lo que logró pasar desde el déficit al superávit fiscal, al tiempo que se creaban 16.2 millones de nuevos empleos.
Se mantiene pendiente en Latinoamérica la necesidad de legislar sobre la aplicación del impuesto base a las rentas obtenidas por activos fuera de las fronteras nacionales ("flight capital"). Un intento unilateral no tendría ningún impacto sin un acuerdo con el resto de los países que haga efectiva la obligación. Pero, a su vez, ningún país está en condiciones de iniciar conversaciones al respecto si no ha legislado sobre la materia.
(5) Tasas de interés.
Existen dos principios generales referentes a los niveles de las tasas de
interés que concitan el apoyo mayoritario en Washington. El primero
es que las tasas de interés deben ser determinadas por el mercado,
para evitar distorsiones en la asignación de recursos como resultados
de criterios burocráticos arbitrarios. El segundo principio apunta
a la necesidad de tasas de interés real positivas, para incentivar
el ahorro, por un lado y desalentar la fuga de capitales, por el otro.
(6) Tipo de cambio.
Como en el caso de las tasas de interés, la tendencia es inclinarse
por tipos de cambio determinados por las fuerzas del mercado. No obstante,
se considera más importante lograr un tipo de cambio "competitivo",
más que el cómo este tipo de cambio se determina. Lo esencial
es que éste sea consistente con los objetivos macroeconómicos
planteados. Se considera que el tipo de cambio real debe ser lo suficientemente
competitivo como para promover el crecimiento de las exportaciones a la tasa
máxima que el potencial del lado de la oferta del país lo permita,
al mismo tiempo que se mantenga un eventual déficit de cuenta corriente
a un nivel sustentable. El límite al tipo de cambio competitivo estaría
dado por las presiones inflacionarias que se puedan generar. En todo caso,
la filosofía del consenso es que el equilibrio de la balanza de pagos
es mejor servida por una política de expansión de las exportaciones
en lugar de la sustitución de importaciones.
(7) Política comercial.
La liberalización de las importaciones constituye un elemento esencial
en una política económica orientada hacia el sector externo
(orientación hacia afuera). El otro elemento es el tipo de cambio.
El acceso a bienes intermedios importados a precios competitivos se considera
un aspecto importante en la promoción de las exportaciones, mientras
que una política proteccionista en favor de la industria nacional y
en contra de la competencia extranjera es vista como una distorsión
costosa que en última instancia termina por penalizar el esfuerzo exportador
y por empobrecer la economía local.
En opinión de Williamson, una tarifa general moderada entre un 10% y un 20%, con poca dispersión es aceptable como mecanismo para proteger y orientar la diversificación de la base industrial, sin mayores costos.
(8) Inversión Extranjera Directa. (IED).
La liberalización de los flujos financieros externos no es visto como
de alta prioridad. No obstante, una actitud restrictiva que limite la entrada
de la inversión extranjera directa (IED) es considerada una insensatez.
La IED, además de aportar capital necesario para el desarrollo, provee
capacitación y know-how para la producción de bienes y servicios
tanto para el mercado interno como para la exportación.
La IED fue promovida por el mecanismo de intercambios de deuda ("debt swaps"). Esta solución ha sido de discutida aceptación. El intercambio de deuda contó con el apoyo del US Treasury, el Institute of International Finance y la International Finance Corporation porque se consideró que cumplía con el doble objetivo de promover la IED al tiempo que se reducía la deuda externa, mientras que el FMI fue más escéptico por las posibles implicancias inflacionarias derivadas de una expansión monetaria doméstica.
(9) Privatizaciones.
La lógica de las privatizaciones obedece a la creencia de que la industria
privada se administra más eficientemente que la empresa estatal.
En general, se considera que la privatización de empresas de propiedad
estatal (EPE) constituyen una fuente de ingresos de corto plazo para el Estado.
En el largo plazo, se argumenta, el Estado se libera de la responsabilidad
de financiar ulteriores inversiones.
La creencia en la eficiencia superior de la empresa privada ha sido un dogma de fé para Washington desde hace mucho tiempo. No obstante, la promoción de las privatizaciones en el extranjero como política oficial de EEUU data de 1985, con la promulgación del Plan Baker. El FMI y el Banco Mundial han incentivado las privatizaciones en Latinoamérica y en el resto del mundo desde entonces.
El economista Patricio Meller fue
uno de los profesionales invitados que participó en el seminario de
1989. En su análisis del caso chileno, el especialista expuso lo siguiente:
"Las privatizaciones más importantes, en términos de valor
neto total, han sido aquellas que constituyen el sector tradicional de empresas
de propiedad estatal (EPE). Este proceso se comenzó en 1986. La lista
de las firmas privatizadas incluye a la mayoría de los servicios públicos
(electricidad, teléfonos, telecomunicaciones) como asimismo a la línea
aérea nacional y otras. El valor neto total de la enajenación
programada de EPEs es de aproximadamente US$ 3.600 millones (Hachette and
Lüders 1988).
Los argumentos usuales para la enajenación de EPEs no son válidos para el caso chileno, dado que, en la estela del proceso de medidas de ajuste del sector público llevado a cabo anteriormente, las EPEs presentaban superávit (un indicador de haber sido eficientemente administradas) y estaban transfiriendo recursos al gobierno central. Más aun, estas empresas fueron estructuradas de tal forma que eran autofinanciadas; por lo tanto, no podían tener impacto negativo en el déficit fiscal. La lógica de la enajenación de las EPEs fue la reducción del tamaño del sector público".
En opinión de Williamson, la privatización puede ser muy constructiva en el caso que promueva mayor competencia. Sin embargo, declara no estar persuadido de que el servicio público es siempre inferior a la avidez privada como fuerza motivadora. Por otra parte, bajo ciertas circunstancias, cuando los costos marginales son inferiores a los costos medios (por ejemplo, en el caso del transporte público) o en presencia de impactos ambientales demasiado complejos para ser fácilmente compensado por regulaciones (por ejemplo, en el caso de las sanitarias), Williamson continúa creyendo que la propiedad pública es preferible a la propiedad privada. Pero este no es el punto de vista de Washington, concluye.
(10) Desregulación.
Una forma de promover la competencia es mediante la desregulación.
Este proceso fue iniciado en Estados Unidos por la administración Carter,
pero fue profundizado durante el mandato de Reagan. Se le ha juzgado, de manera
general, como un proceso exitoso en esa nación y se ha partido de la
base que también puede producir beneficios similares en otros países,
especialmente en América Latina, donde se practicaban economías
de mercado altamente reguladas, al menos en el papel.
En un buen número de países de América Latina, las redes
regulatorias son administradas por burócratas mal pagados. El potencial
para la corrupción es, por lo tanto, alto.
La actividad productiva puede ser regulada por la vía legislativa,
por decreto gubernamental o por decisión tomando caso por caso. Esta
última práctica es bastante difundida y perniciosa en Latinoamérica
ya que crea incertidumbres y provee oportunidades para la corrupción.
También suele ser discriminatoria en contra de los pequeños
y medianos empresarios, los cuales, a pesar de que son importantes fuentes
creadoras de empleo, raras veces tienen acceso a las esferas más altas
de las burocracias.
Comentarios.
Las políticas económicas
que Washington impulsa sobre el resto del mundo se pueden resumir, a grandes
rasgos, como políticas macroeconómicas prudentes, de orientación
hacia afuera y de capitalismo en su versión de libre mercado.
El supuesto sería que aquello que es bueno para Washington, es bueno
para el resto del mundo y viceversa.
En general, no se aprecia una postura rígida por parte de Washington en la exigencia de llevar a cabo las políticas recomendadas, especialmente en lo referente a las privatizaciones.
En el caso chileno estas parecen
más bien estar impulsadas por presiones internas de grupos económicos
interesados en la transferencia de EPEs sanas y rentables.
Hace algunas semanas atrás, en un artículo aparecido en Enfoques
de Economía y Negocios de El Mercurio se recogía la opinión
empresarial favorable a apurar el proceso privatizador en vista de la crisis
de la economía, lo que contribuiría a forzar los precios a la
baja de las empresas estatales incluidas en la agenda privatizadora.
La modalidad de financiar proyectos
de inversión en empresas públicas mediante la privatización
no es la única alternativa, como lo hace aparecer el actual Gobierno.
La posibilidad de ampliar la base tributaria, mejorar la eficiencia en la
recaudación de impuestos o el financiamiento mediante la emisión
de bonos son otras soluciones posibles. Además, existirían actividades
en la minería que no están sujetas a régimen tributario,
es decir, una fuente de recursos financieros por explotar.
En todo caso, es lógico que cualquier inversión privada en empresas
de servicios públicos, como las sanitarias, se recupera por el mecanismo
de aumento de tarifas, lo que a la larga equivale a un impuesto.
Vale la pena recordar al respecto, que Washington considera aceptable el gasto público de inversión en empresas de infraestructura.
Pese a que se trata de bienes de
patrimonio nacional, el proceso de privatizaciones en Chile no ha sido sujeto
a debate público. Se ha creado intranquilidad entre los trabajadores
de las empresas públicas que están en la mira del proceso privatizador,
por temor a perder el empleo y otras garantías. Los despidos masivos
en el holding privado Enersis parecen confirmar los peores augurios.
Por su parte, el SAE (Sistema Administrador de Empresas), organismo dependiente
de Corfo encargado del proceso privatizador, intenta diversos mecanismos para
llegar a acuerdos con los trabajadores. Recientemente, su administrador, Eduardo
Arriagada, indicó que se estaban ofreciendo soluciones tipo "participación
accionaria". Mecanismos que también fueron utilizados durante
las enajenaciones de fines de los ochenta para otorgarle un tinte de legitimidad
a las privatizaciones.
Al parecer, existe similitud con los procesos privatizadores llevados a cabo durante el régimen militar, en el sentido de que se trata de empresas públicas rentables y que no presentan impacto negativo para el balance fiscal. EMOS no era una empresa deficitaria al momento de su venta.
En cuanto al establecimiento de un marco regulatorio adecuado que prevenga la ocurrencia de hechos como la crisis de energía eléctrica, por la falta de información y de debate público, la ciudadanía no tiene los elementos de juicio para formarse una idea ni de la necesidad ni del grado de seguridad que implican las privatizaciones de otros servicios públicos. Se ha querido presentar este proceso como inevitable y como sinónimo de modernización.
En otras áreas del gasto público, Chile sigue una línea diferente al consenso de Washington en un sentido más restrictivo. Mientras para Washington el gasto en educación y salud constituyen la quintaesencia del gasto fiscal apropiado, en Chile la educación superior no es gratuita, por ejemplo, como es el caso en varios otros países latinoamericanos. En el área de salud no se ha logrado fortalecer suficientemente al subsistema público, mientras que el subsistema privado continúa siendo subsidiado.
Las políticas económicas recomendadas por Washington aparecen a primera vista como imposiciones perentorias. En un exámen más profundo es posible constatar más flexibilidad de lo que comúnmente se cree.
Es mi impresión que, muchas de las políticas económicas poco populares que el Gobierno de la Concertación II ha implementado obedecen menos a las instancias surgidas del consenso de Washington y más a las presiones ejercidas por los poderes económicos locales en conjunción con empresas multinacionales.
Agosto 1999