La violencia doméstica y el sistema

por Tomás Moulian

Una encuesta realizada por Sernam entrega datos respecto a la violencia intrafamiliar sobre los cuales ha caído un discreto manto de silencio. Quizá no haya que sorprenderse. Esa intencionada dispersión del efecto es producto del mérito de la información obtenida, de su originalidad.

Ella nos revela un aspecto escondido e ignorado de la violencia, y muestra que la obsesión de los medios de comunicación, y por consiguiente de la agenda publica, con la violencia de los enemigos externos (los delincuentes) oscurece un aspecto muy dramático de la violencia en esta sociedad capitalista.

Se trata de la importancia de la violencia puertas adentro, de la violencia de los enemigos internos, que está depositada como un sedimento negado pero potencial en cada uno de nosotros.

Siempre he pensado que el gran error de los análisis sobre la delincuencia reside en su rechazo a realizar una conexión entre el fenómeno diagnosticado y el sistema en que se inserta. Esto significa negarse a ver que en sus aspectos instrumentales, una parte importante de esas prácticas de delincuencia constituyen modalidades anómicas de incorporación al mercado, es decir, son formas de realizar expectativas internalizadas y deseadas por la sociedad, por lo menos por sus mercaderes.

También significa negarse a ver que las dimensiones simbólicas de esas practicas (entre ellas la violencia excedentaria, sin conexión con la dimensión instrumental) representan una forma distorsionada de expresión de la lucha de clases. La odiosidad y el resentimiento que se expresan en múltiples manifestaciones de la delincuencia violenta son formas de exhibir el rechazo hacia la sociedad. Un sistema que no genera canales de expresión de las protestas sociales produce necesariamente a sus anarquistas, que se vengan en los bienes públicos o privados de su imposibilidad de participar.

La encuesta de Sernam nos muestra la violencia puertas adentro. Nada se saca con poner rejas a la entrada de los condominios para evitar la llegada de los enemigos externos cuando el flagelo de la violencia reside en el interior mismo del hogar. Analizar ese fenómeno sólo a partir de sus dimensiones sicológicas, en pura clave patológica, constituye un error garrafal.

Es una negación simétrica a la que se comete en el análisis de la delincuencia, y muestra rechazo a observar los factores sociales que la provocan y a conectar ese recrudecimiento de la violencia intrafamiliar con el sistema social en que vivimos.

En esta sociedad capitalista de la flexibilidad de los contratos laborales, de la mercantilización de las políticas sociales y de la necesidad de satisfacer altas expectativas de bienestar de los hijos o de otros miembros de la familia, tiende a generarse un círculo vicioso. Este consiste en que se combina la explotación propia del trabajo asalariado con una autoexplotación que se infieren a sí mismos los miembros responsables de las familias, obligados a responder a altas exigencias de generación de ingresos para financiar educación pagada y niveles de consumo que aseguren confort.

Estamos frente a un estrés socialmente condicionado, y no ante una epidemia de anormalidad psíquica. Enfrentados a las exigencias de una sociedad en la que los gastos de educación y de salud son altos, y donde se internalizan patrones de consumo basados en el modelo del confort, caen fuertes cargas sobre los responsables del hogar, sean hombres o mujeres, difíciles de soportar y muchas veces sobre ambos al mismo tiempo.

A esto hay que agregar la tensión proveniente del rendimiento escolar de los hijos, obligados desde temprana edad a las exigencias de la performance.

Todos estos factores transforman al núcleo familiar en una unidad de relaciones instrumentales. Se desperfila la dimensión de comunidad, de núcleo de producción y reproducción de relaciones cuya centralidad son los afectos recíprocos, que están más allá de cualquier contingencia referida al rendimiento y al mérito.

Solo de esa manera la familia es un hogar, un lugar de encuentro y no una unidad de producción en la que los componentes necesitan funcionar, cumplir roles y expectativas que muchas veces los desbordan. Si las familias son unidades basadas en la respuesta económica, donde la evaluación reciproca y el fundamento de la relación gira en torno a esa dimensión instrumental, es muy posible que en ellas aniden tensiones.

En esas condiciones la familia puede convertirse del lugar de lo intimo, en el espacio del reviente. La mujer o los hijos se convierten en los únicos sobre los cuales se puede descargar la rabia acumulada. Se descarga allí esa ira impotente justamente porque es el lugar más atávico, el único espacio en el que pueden hacer catarsis algunos seres desdichados, que están obligados a aguantar humillaciones o frustraciones en los espacios públicos.

La única verdadera curación de los males producidos por este sistema de explotación intensificada es luchar por recuperar la humanidad del vivir. El primer paso es darse cuenta que estas anomalías no provienen de sicosis individuales, sino de la existencia de una sociedad enferma.