Pobreza y riqueza: la crisis moral de Chile

por Tomás Moulian

La aparición de los resultados de la encuesta Casen me provoca la sensación de ciertas discusiones en las que nos gusta enzarzarnos y que son bizantinas. La brutal realidad de esos datos nos obliga a todos los que tratamos de pensar el país a hacer un alto, un giro, a tratar de sacarnos las vendas de los ojos y a plantearnos preguntas radicales.

Los fríos datos estadísticos de la pobreza nos hablan de personas arrojadas a la no vida, de millones de seres privados del desarrollo de sus potencialidades humanas. Vivimos en una sociedad que condena a soportar un infierno en la tierra a personas que no han elegido ese destino. Estos no son ni marginales ni malditos, ni alcohólicos ni drogadictos: no son seres que quieren dejarse ir. Si llegan a esa condición es más bien por efecto. Lo que son es pobres. Y esos pobres son desheredados.

La primera venda que hay que sacarse de los ojos es ésa. En su inmensa mayoría los pobres no lo son ni por flojera ni por vicio. Son el efecto de un sistema en el que las desigualdades se reproducen por la vía hereditaria, pero no por una genética natural, sino por una proclividad social. Se nace pobre, se vive pobre (mal alimentado, sin educación, con trabajo precario, con la subjetividad degradada) y se producen hijos que difícilmente escaparán de esa terrible condición.

La pobreza es un inmenso hoyo negro que atrapa en su interior a generaciones enteras. No es fácil escapar de esa herencia por el esfuerzo o por el mérito, en gran medida porque no se trata ni de instintos ni de habilidades innatas, sino de capacidades aprendidas.

Hay que confesar que cualquiera sea la postura que uno tenga frente al gobierno de turno, los resultados son abrumadores para Chile como sociedad, tanto por la persistencia del fenómeno como por la lenta velocidad de su desaparición. Como lo ha indicado en este diario el periodista Pablo Solís, de mantenerse la actual tendencia nos demoraríamos 75 años en terminar con la pobreza.

Tal como van las cosas, con suerte los resultados positivos significativos los palparán nuestros nietos o bisnietos. ¿Son cambios efectivos? Si, pero sólo probablemente: si todo se mantiene constante (como le gusta decir a los economistas), en varias generaciones más no tendremos pobres. Pero aceptar esos argumentos implica usar el recurso ideológico de transformar a los pobres concretos, a los que vemos en la calle o en la televisión, en pobres abstractos, en puro concepto.

Ese modo de pensar es inhumano desde el punto de vista moral. Significa preferir el sacrificio de generaciones antes de corregir, de una manera radical, un sistema que se caracteriza por una distribución injusta de ingresos.

Los portavoces de la oposición se han apresurado a informarnos -rápido, para que no surjan desenchufados que pongan en duda al sistema- que esos pobres estarían mejor si el gobierno de turno focalizara mejor el gasto público. El problema, según estos ideólogos, es del gobierno de turno.

No obstante, resulta que en 1990 había cinco millones de pobres. Ese fue uno de los legados de la modernización dictatorial. Los esfuerzos de reasignación del gasto publico y el crecimiento de la economía han conseguido que disminuyan del 38,6 por ciento al 20,6 por ciento. Sin embargo, el análisis de los datos muestran que el ritmo de descenso de la pobreza por bienio han ido evolucionando sin relación con el crecimiento, pues el descenso del periodo 1990-92 fue de 6,0 por ciento, y el de los bienios siguientes hasta la crisis fue de 5,1 y de 4,3 por ciento. La velocidad venía cayendo, mientras la economía mantenía tasas altas de crecimiento.

La existencia de esa masa de pobres el año 1990 y el carácter decreciente del descenso, aún con una economía dinámica, son indicios de que el asunto tiene un carácter estructural. Corresponde a una tendencia del capitalismo, agudizada por la modalidad prevaleciente en Chile.

Todos los gobiernos de la Concertación han intentado vencer el flagelo de la pobreza sin transformar a fondo la distribución de ingresos. ¿Cómo no van a existir esa cantidad de pobres si el 20 por ciento más rico de la población captura el 56,7 por ciento del total de ingresos, y el 20 por ciento más pobre solo el 4,1 por ciento, según datos de 1996?

El problema no se solucionará con una mano de gato. Se trata de un problema de fondo que tiene relación con la acentuada tendencia a la concentración de ingresos que ha generado el actual modelo económico, bajo el cual Chile se ha convertido en uno de los países con peor distribución de América Latina, solo superado por Brasil.

No puede analizarse el problema de la pobreza sin hablar del problema de la riqueza. No es justa, no es una sociedad humana, no es una nación para todos una que presenta ese perfil de ingresos. El monto acaparado por el 20 por ciento más rico tiene estrecha relación con los niveles de pobreza. Ese perfil de ingresos pone en evidencia a una sociedad que ha perdido todo sentido de la solidaridad. Diría más: una sociedad que ha perdido el sentido profundo del orden entendido como equilibrio.

El Chile del 20 por ciento más pobre repartiéndose las migajas y del 20 por ciento retozando en la opulencia es la expresión de una sociedad caótica. Ahí reside la verdadera crisis moral de Chile.

Cuando se analiza la realidad chilena actual y sus posibilidades de futuro, no se puede ignorar que los empresarios chilenos no tienen una mentalidad gerencial, de autoridad impersonal basada en principios de cálculo racional. Siguen teniendo una mentalidad patronal, para la cual los subordinados no son trabajadores libres, sino dependientes, siervos, inferiores.

Han logrado imponer como expresión publica del empresariado y como modelo de relaciones laborales esa mentalidad de señores de la tierra aplicada a la empresa capitalista.