El fin de una era

por John Carlin

Las imágenes televisivas de la desintegración de la segunda torre gemela de Nueva York suscitaron inquietantes recuerdos de la época en la que Estados Unidos lanzaba sus cohetes Apollo hacia la Luna. La misma sensación de movimiento en cámara lenta, el mismo mástil orgulloso y erguido, la misma acumulación gigantesca de humo y polvo. Sólo que, en esta ocasión, el reluciente monolito blanco se estrellaba contra el suelo en mil pedazos, en vez de elevarse, en una harmonía perfecta de poder y control, hacia los cielos.

Los devastadores ataques terroristas del martes en las capitales política y financiera de Estados Unidos, completamente inesperados y de una crueldad indescriptible, pero brillantemente coreografiados, contra los dos símbolos más significativos del poder económico y militar norteamericano, el World Trade Center y el Pentágono, han hecho que también se estrellen contra el suelo las optimistas certezas del Sueño Americano.

La victoria en la guerra fría -como tal se ha pregonado siempre en Estados Unidos- ha consolidado el sentimiento que siempre han tenido los norteamericanos de ser un pueblo escogido que habita una tierra prometida. Durante los últimos diez años, los estadounidenses han prosperado en 'el nuevo orden mundial' que anunció, triunfalista, George Bush, padre, y han disfrutado de lo que muchos consideraban el final -un final feliz- de la historia. Han vivido en lo que Robert Samuelson, un veterano columnista de The Washington Post, calificaba el miércoles como 'una situación casi de ensueño, vanagloriándonos de nuestro triunfo mundial, gozando de nuestra posición como 'única superpotencia superviviente' del mundo, saboreando una prosperidad en constante aumento y sintiéndonos aislados de los odios, rencillas y conflictos del resto del mundo'.

En África, en la región del mundo en la que más saben de odios, rencillas y conflictos, donde la prosperidad es un sueño lejano, saben, desde tiempos inmemoriales, algo que en Estados Unidos no han aprendido hasta esta semana. Que un escorpión puede derribar a un elefante. El asombroso descubrimiento ha sacudido la sensación de mastodóntica invulnerabilidad de los americanos, les ha mostrado que el mundo era un lugar más peligroso y complejo de lo que imaginaban, ha introducido en su psique colectiva una sensación de precariedad y un elemento de miedo que antes no existían. Por eso no hace falta ser historiador ni astrólogo para predecir que los increíbles acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 marcarán un antes y un después en la vida americana. Ni la política estadounidense, ni la visión que tienen del resto del mundo y cómo relacionarse con él, ni sus actitudes y valores, volverán a ser jamás los mismos.

Es imposible decir con exactitud cómo van a cambiar las cosas, qué tipo de país será Estados Unidos dentro de 10, 20 o 30 años. Pero lo que sí es posible hacer, sin necesidad de una bola mágica, es asegurar que, igual que el elefante que necesita buscar soluciones al problema de cómo combatir el escorpión, lo que los militares llaman la 'amenaza asimétrica', ante la letal amenaza que les plantea el terrorismo internacional los estadounidenses van a tener que plantearse una serie nueva de preguntas que transformarán de forma inevitable su concepción de la política exterior y, por extensión, de la política nacional y de sí mismos.

Una pregunta que va a surgir, si es que no lo ha hecho ya, es si ser superiores en peso y tamaño basta para mantener alejados los peligros existentes en la jungla de la vida. Hasta el brutal despertar del martes, la Administración de Bush estaba convencida de que la seguridad norteamericana exigía un enorme aumento del presupuesto de defensa (40.000 millones más de dólares, unos 7,2 billones de pesetas, es la solicitud que tiene el Congreso sobre la mesa) y dedicar la mayor parte de ese presupuesto, primero, a la creación de un sistema de defensa contra misiles nucleares y, segundo, el desarrollo de la capacidad militar estadounidense en el espacio.

El secretario de Defensa de George W. Bush, Donald Rumsfeld, presidió una comisión sobre el desarrollo de armamento en el espacio antes de asumir su cargo actual a comienzos de este año. El presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor, el general Richard B. Meyers, designado el mes pasado por el presidente Bush, era anteriormente jefe del Mando Espacial estadounidense. No es casual que el máximo jefe militar y el civil que ocupa el máximo puesto en la Defensa compartan el entusiasmo de Bush por la filosofía -para emplear una jerga muy habitual en el Pentágono- del 'dominio espacial' o la 'superioridad espacial' norteamericana.

El sueño, expresado en numerosos documentos militares, consiste en lograr el control militar del planeta mediante el despliegue de 'bombarderos espaciales' capaces de atacar en cualquier lugar del mundo en un plazo de treinta minutos, rayos láser lanzados desde el espacio y capaces de pulverizar objetivos en tierra, incluso el desarrollo de la facultad de alterar el tiempo meteorológico. Son visiones que han llenado los sueños de Bush y sus militares; sueños de la eterna invencibilidad de Estados Unidos, de un imperio cuyas guerras contra los Estados irresponsables se librarían sin que se perdiera una sola vida estadounidense.

Teología contra tecnología

El ataque producido esta semana, de teología contra tecnología y sin ningún Estado a la vista, demuestra hasta qué punto se equivoca Bush al pensar que puede alcanzar la invulnerabilidad de Superman. Puede desplegar todos los artilugios que desee en el cielo, pero eso no impedirá que un enemigo convencido, convencido hasta llegar al suicidio, se deslice bajo sus propias defensas y cause el caos. La próxima vez, si no es un avión, un avión convertido en bomba, será una de las denominadas maletas-bomba, un dispositivo nuclear tan poderoso como la bomba de Hiroshima, que llegará en un barco desde Canadá, a lo largo del río Hudson, o atravesará la frontera mexicana en coche. O quizá, como advirtió el miércoles el que fue secretario de Defensa con el presidente Clinton, William Cohen, el ataque tendrá una insidia todavía más aterradora. 'Con todo lo horribles que fueron los ataques de ayer' -dijo Cohen- 'debemos prepararnos para algo peor. Los americanos deben pensar lo impensable: que tal vez el próximo ataque incluya un agente biológico contagioso transportado hasta nuestro suelo o nuestro espacio aéreo en una maleta o una botella.'

La respuesta a tales amenazas no es, como dicta el viejo reflejo norteamericano, dedicar dinero al problema, lanzar más aparatos nuevos al espacio. Lo que se necesita, en una era en la que no sólo se han globalizado MTV y McDonald's sino también el terror, es algo más que la masa -en una de las expresiones favoritas de los norteamericanos- del chico más grande del bloque. Para empezar, se necesitan aliados; y, segundo, más astucia, un análisis más agudo del verdadero carácter de la amenaza.

William Cohen dijo que la respuesta a lo 'impensable' estaba en la cooperación internacional. Bill Keller, respetado periodista de The New York Times, escribió que 'las obligatorias y simbólicas represalias' que Bush se iba a sentir tentado de llevar a cabo tras los ataques del martes serían 'tan ineficaces como las de Israel'. Con lo cual, aprendida la dura lección, 'nuestro presidente pasará más tiempo hablando de las actividades de vigilancia, los servicios de información y las fuerzas del orden en la realidad -que dependen de un mundo de alianzas cuidadosamente tejidas-, y menos de la amenaza de misiles nucleares por parte de un Estado irresponsable y suicida, digna de un juego de ordenador'.

En cuanto a la nueva astucia, la nueva sutileza, que será precisa en la política exterior norteamericana, en cuanto el presidente Bush se dé cuenta de que las represalias, por sí solas, no van a resolver el problema, es posible que tenga que emprender -o, más probablemente, que lo hagan sus asesores- una revisión fundamental de los métodos que emplea Estados Unidos para comprender el mundo exterior. En otras palabras, aprender a conocer el enemigo de Norteamérica tal como es en realidad, y no, como ha ocurrido, al menos, desde la guerra fría, que los diplomáticos y analistas norteamericanos interpreten un país extranjero y juzguen a un pueblo a través del prisma estadounidense. Como señalaba un veterano diplomático europeo, 'siempre ha habido tendencia a medir un país en función de lo cerca o lejos que estuviera del ideal, es decir, del american way of life'.

Ésa es una de las razones, aunque no la única, por la que Israel ocupa un puesto mucho más alto en la clasificación de los norteamericanos que los palestinos y las naciones árabes en general. Y es una de las razones de que los norteamericanos comprendan mejor a los israelíes y, por tanto, simpaticen más con ellos.

Esa falta de empatía es también la razón de que tantos norteamericanos, sin excluir a sus expertos en política exterior, parezcan incapaces de comprender por qué tanta gente les odia tanto. Robert McNamara, consejero de Seguridad Nacional con John F. Kennedy, es una de las pocas voces que ha sugerido, esta semana, la idea de que, cuando el polvo se asiente y las primeras fases del contraataque imperial se hayan agotado, es esencial que Estados Unidos se proponga seriamente examinar por qué esas personas -personas inteligentes, algunos con el título de pilotos- estaban dispuestas a hacer el extroardinario esfuerzo de preparar un ataque tan diabólico y brillante y a sacrificar de buen grado su vida.

Ya existen indicios de que el Gobierno de Bush está despertándose de su aislacionismo, de su simplismo. O de que, por lo menos, se está despertando el general Colin Powell, secretario de Estado. Puede que no sea el caso del propio Bush, un hombre cuyo conocimiento de la política exterior y cuyo curiosidad por lo que ocurre en el mundo externo son seguramente más escasos que los de cualquier otro presidente estadounidense de los últimos cien años.

Gesto de humildad

Fue Powell quien defendió la idea de reclamar la ayuda de la OTAN en la 'guerra' contra el terrorismo, una medida de humildad sin precedentes por parte de una nación que siempre ha considerado que era ella quien acudía a ayudar a la Organización; fue él quien ha pedido una 'coalición internacional contra el terrorismo', que incluya no sólo a adversarios tradicionales como Rusia y China sino también, en un signo de prudencia y un gesto de respeto, a los Estados árabes.

Hasta ahora, no es ése el tono que ha impuesto Bush. Con aspecto de estar preocupantemente desbordado por los acontecimientos, en sus apariciones públicas ha recurrido a los vetustos clichés de Hollywood, engendrados en el mito americano del valiente y virtuoso cowboy del oeste. 'Perseguiremos y castigaremos a los responsables de estos actos de cobardía', afirmó, con una frase digna de John Wayne, en las palabras que dirigió al país el martes por la noche. Anteriormente, según The New York Times, había dicho a sus asesores: 'No estoy dispuesto a que unos terroristas fanfarrones me impidan ir a Washington.'

El inconveniente de este lenguaje es que, al tiempo que intenta responder a la idea que tiene Bush de lo que el público norteamericano desea oír, oculta lo que de verdad está ocurriendo. Los terroristas que convirtieron los cuatro aviones en bombas eran muchas cosas, pero no eran unos cobardes. Ni, desde luego, eran unos imberbes 'fanfarrones'. Al interpretar de forma errónea el carácter de los acontecimientos, Estados Unidos no sólo corre el peligro de añadir más sufrimientos a otros pueblos -una queja habitual en todo el mundo-, sino que además se arriesga a fracasar en sus propios objetivos. Veamos el ejemplo del padre de George W. Bush. Durante la presidencia de Ronald Reagan, un terrorista suicida empotró un camión cargado de explosivos contra una base de los marines estadounidenses en Beirut, y mató a 241 soldados. 'No dejaremos que un puñado de terroristas cobardes e insidiosos hagan temblar la política exterior de Estados Unidos', fue la respuesta del vicepresidente George Bush. Al cabo de unos meses, los 'cobardes terroristas' o, mejor dicho, un cobarde terrorista cuya identidad no se ha establecido jamás, había expulsado definitivamente a los marines de tierras libanesas.

Otra prueba de que Bush hijo se inspira en el guión de Reagan, en los días en los que la Unión Soviética era 'el imperio del mal' (una modernización del mito hollywoodiense del cowboy adaptada a película la Guerra de las galaxias), figuraba en ese mismo discurso a la nación norteamericana. La guerra que nos espera, declaró, consiste en 'una lucha monumental entre el bien y el mal.' Lo cual corresponde a lo que el escritor norteamericano Seymour Martin Lipsett califica, en su libro American Exceptionalism, como la vena 'moralista utópica' del carácter estadounidense, su 'necesidad de definir su papel en un conflicto diciendo que están en el bando de Dios contra Satán, de la moral contra el mal'. Para ser más exactos, más que el bien contra el mal, puede que nos encontremos ante lo que decía el título de un libro profético publicado hace seis años en Estados Unidos, Jihad versus McWorld . El profesor de ciencias políticas autor del libro, Benjamin Barber, predecía que la era moderna se caracterizaría por un conflicto entre el consumismo de ámbito mundial y los antiguos tribalismos fundados en la religión y la sangre. Un bando obedece las reglas del mercado; el otro, los dictados del corazón. Uno es simple y predecible; el otro es de una complejidad inconmensurable.

'La Yihad -escribe Barber, que aclara que utiliza el término en sentido metafórico, más que como referencia a un fenómeno de Oriente Medio- es una respuesta virulenta al colonialismo y el imperialismo y a sus vástagos económicos, el capitalismo y la modernidad.' El McMundo, definido en gran parte por la imaginación de Hollywood, es básicamente norteamericano e 'infantil'.

La respuesta a los peligros que la Yihad representa para la democracia occidental no es sencilla, dice Barber. La solución, en última instancia, depende de llegar a un compromiso construido sobre el respeto y la comprensión mutuos. Bill Clinton, que leyó el libro y quedó impresionado por los argumentos de Barber, hizo un intento -de una manera que el mundo árabe consideró (con razón o sin ella) tendenciosa- de negociar un acuerdo de paz entre palestinos e israelíes. Sin embargo, cuando llegó la crisis, cuando la Embajada de Estados Unidos en Nairobi fue bombardeada, reaccionó con el tradicional estilo del cowboy, y mandó arrojar bombas, entre otros lugares, sobre una fábrica de aspirinas en Sudán.

Teniendo en cuenta que hoy está muchísimo más en juego, y en vista de la violenta sacudida que acaba de sufrir el sistema americano y la amenaza que se cierne de una Tercera Guerra Mundial terrorista, la actitud del cowboy parece de pronto, a la vista y al oído, una reliquia de un pasado lejano: lamentablemente incapaz de hacer frente a la amenaza visible y actual que ya ha golpeado y que resulta mucho más aterradora y convincente para la imaginación norteamericana que las imágenes del terror que aparecen en los informativos de televisión desde lugares distantes como Nairobi. El Gobierno estadounidense va a sufrir más presiones que nunca para que ofrezca una respuesta concreta y eficaz, y no una reacción inspirada en el ficticio presidente norteamericano que salva el mundo en la película Independence Day.

Cambios trascendentales

Ésa es, en gran parte, la razón de que, en sus apariciones públicas hasta el momento, Colin Powell haya dado una imagen más convincente, haya estado mucho más a la altura de una situación de tal magnitud que el presidente Bush, aparentemente atrapado en la América vieja e infantil que existía antes de que la hiperpotencia viera cómo violaban el martes su inocencia. Powell, al expresar las complejidades del reto que nos espera, ofrece una pista sobre los cambios trascendentales que Estados Unidos se va a ver obligado a experimentar. Tanto si ocurren la semana que viene como el mes que viene o de aquí a 30 años, tendrán que producirse, porque lo que está en juego es la supervivencia. Hasta el presente, a diferencia de casi todos los demás países del mundo, Estados Unidos no ha tenido que preocuparse por su supervivencia. Los norteamericanos han sido un pueblo en busca de nuevas fronteras que atravesar, optimistas natos más ignorantes que el resto del planeta - hasta ahora - de la tragedia de la vida, las inevitables limitaciones que sufre el empeño humano.

La conciencia de las limitaciones, que es la gran lección que Estados Unidos ha aprendido esta semana pasada, hará que los norteamericanos sean menos ingenuos y más irónicos de lo que eran. Es posible que a Bush le salven sus asesores, tal vez impidan que ponga en marcha una cadena de acontecimientos que extendería el ciclo interminable de agresiones y represalias de Oriente Medio a Estados Unidos y al resto del mundo occidental. El más sabio de dichos asesores, Colin Powell, fue definido en la revista Time hace sólo una semana como un hombre desconectado de los aislacionistas embebidos de triunfalismo americano que decidían las prioridades de la política exterior en el Gobierno de Bush.

Abruptamente, los estadounidenses comprenden que todo ha cambiado para siempre y que nadie, ni siquiera la única superpotencia, está ya a salvo.