El desarrollo, ¿un sueño inalcanzable?

por Iván Auger

Santiago fue la primera capital mundial de las teorías y políticas de desarrollo al fundarse la Cepal hace ya más de medio siglo, y los latinoamericanos pasamos de inmediato a ser, con optimismo, países en vías de desarrollo, categoría que se difundió rápidamente por las regiones atrasadas del mundo entero.

Desde entonces ensayamos con esmero e intransigencia todas las teorías económicas de moda, autóctonas o importadas: el Estado como parte de la solución del problema, el desarrollo hacia adentro o hacia afuera, el proteccionismo o el libre cambismo. Y nuestros gobiernos nos prometieron que lograríamos prontamente el desarrollo, debido a que nada menos que la ciencia respaldaba esas políticas de turno.

Así se construyeron los dos grandes consensos de la época: el estructuralismo cepaliano (o desarrollismo) de la década de 1950, y el neoclasicismo (o neoliberalismo) que nos rige desde el decenio de 1990 (en el caso de Chile, desde el 11 de septiembre de 1973).

Lo único que no cambió desde el primer día y hasta hoy es que nuestro país, sus vecinos y todos los latinoamericanos seguimos en vías de desarrollo, e incluso retrocedimos frente a Japón y –está leyendo bien- frente a la Europa mediterránea y los dragoncillos asiáticos. Ese es uno de los secretos mejor guardados en el Continente.

Las cifras son irrefutables, porque todas indican la misma tendencia. Ninguno de los países de nuestra región obtuvo en 1998 (el último año en que hay estadísticas comparables) un rendimiento per cápita superior al más bajo de los países desarrollados en las cuatro mediciones más utilizadas. Es decir, a Portugal en el índice de desarrollo humano, a Grecia en el Producto Interno Bruto en dólares ajustados por las paridades de poder adquisitivo (PIB-PA), nuevamente a Portugal en el PIB en dólares de 1995 y a Malta en el Producto Nacional Bruto.

Sólo nueve países lograron esa hazaña por lo menos en una de esas categorías: en nuestro hemisferio sólo Bahamas, y tres, Singapur, Hong Kong y Chipre, en las cuatro.

Pero ¡oh sorpresa! el año 1960, hace sólo una generación, en términos del PIB/PA per cápita (las cifras van entre paréntesis), Uruguay (4401), Venezuela (3899), Argentina (3381) y Chile (3130) superaban a España (2701), Grecia (1889) y Portugal (1618), como también aJapón (2701), además de Singapur (2409) y Hong Kong (2323).

En ese mismo año, los tres primeros países latinoamericanos recién nombrados excedían también a Irlanda (3214). Uruguay superaba a Italia (4375), y todos en nuestra región, incluso Haití (921), el más pobre entonces y ahora, aventajaban a Corea (690).

Hoy es exactamente al revés, a pesar de nuestros milagros económicos. Así, por ejemplo, la economía argentina se situó entre las cinco con mayor crecimiento durante la primera mitad del siglo XX, y Chile, durante la transición a la democracia y hasta la crisis asiática, logró la tercera cifra de expansión económica a nivel mundial (la primera correspondió a China).

Ahora seguimos siendo primeros a nivel sudamericano, pero en el escenario mundial perdimos posiciones. Y la gran pregunta es si volveremos a ser un caso de desarrollo frustrado, como a comienzos del siglo XX. Todo eso explica la insatisfacción e impaciencia de nuestros conciudadanos.

La superación del problema dentro del actual consenso tecnocrático economicista es más de lo mismo, es decir, profundizar la política que en nuestro país ya se ha aplicado por 28 años, sin rectificarla de acuerdo a la experiencia adquirida con los tropiezos encontrados en el camino. Esto es, sin incorporar lo que Ffrench-Davis llama las reformas de las reformas.

Tal negación de la realidad nos recuerda los fundamentalismos que marcaron el siglo XX, que, como dijo Constant, inmolaron los seres reales al Ser abstracto y ofrecieron el pueblo en detalle al Pueblo en masa. Y esa posición la tienen incluso personas que hoy se proclaman liberales, pero que en realidad no lo son, debido a que creen poseer la piedra filosofal para regir la vida social en sus aspectos económicos.

Esa utopía no es sólo inalcanzable, sino ininteligible, como sostuvo Isaías Berlin, una de la luminarias del pensamiento liberal en el siglo XX .

Para otros, simplemente no tenemos remedio, debido a que la causa de nuestra desdichaes una cultura católica e hispana (o mestiza para algunos criollos). Esta escuela, que es predominante en Estados Unidos y que, con variaciones, ha tenido destacados voceros en nuestra región, como Paz en México, Vargas Llosa (hijo) en Perú y Grondona en Argentina, no debiera preocuparnos demasiado porque tiene un pecado original.

La base de esta teoría, cuyo padre es el sociólogo alemán Weber, fue el contraste entre el desarrollo de los países protestantes con el subdesarrollo de los católicos y los confucianos, es decir, del sur de Europa, América Latina y Asia, al comenzar el siglo XX. La historia la ha desmentido tanto en Oriente como en Europa, basta recordar a Japón e Italia.

Esa contradicción no se supera con el fácil expediente de los weberianos contemporáneos de descubrir características dudosamente similares al protestantismo en los antecedentes y alrededores del confucionismo o con sostener que el abrazo con la modernidad de la Iglesia Católica gracias al Concilio Vaticano II y Juan XXIII es la causa del desarrollo de la Europa meridional (aunque nada dicen de nosotros).

Por consiguiente, no deberíamos perder la esperanzas. Propongo comenzar por reconocer nuestros fracasos, sacarnos las anteojeras ideológicas, aprender de la experiencia diaria y,finalmente, hacer nuestra la vieja máxima democrática: Vox Populi, Vox Dei, es decir, la antítesis política de la tecnocracia economicista.