La banalidad discursiva del mercado

por José Joaquín Brunner

Es probable que nada sea tan perjudicial para el desarrollo de ideas modernas, liberales y progresistas en Chile como el tratamiento esquemático y casi caricaturesco que algunos círculos hacen del papel del mercado en las sociedades contemporáneas. Uno suele encontrar esa suerte de iletradas simplificaciones en varios medios. Entre ellos ocupa un lugar destacado la Semana Económica, columna editorial publicada semanalmente por El Mercurio sin firma de autor. Allí, quizá como en ninguna otra parte, el elogio del mercado se ha vuelto a tal grado banal que amenaza con provocar reacciones contrarias.

Tal es el grado de simplismo y machaconería en que suelen incurrir los defensores del mercado, que a la postre uno parece estar más frente a un artilugio mágico que a un complejo mecanismo social, lo cual, naturalmente, resta seriedad al argumento y provoca resistencias equivalentes en necedad.

Hacer aparecer al mercado como deus ex machina —un dispositivo capaz de solucionar cualquier problema en un abrir y cerrar de ojos: la colas de la salud, la calidad de la educación, la contaminación de Santiago, la construcción de viviendas sociales, el rezago tecnológico del país y otros— es imaginar que los lectores son igualmente incautos y no reparan en la falacia de dicha propuesta.

Equivale a vender la pomada universal: un solo remedio para todos los males que escaparon de la caja de Pandora el día que empezó a existir el Ogro Filantrópico. ¿Quién, salvo un insensato, podría querer comprar tal bobería?

Significa, además, no tomar en serio la interminable literatura que habla sobre los límites, fallas y dificultades que tienen los mercados; sobre su dependencia de factores no económicos —políticos, institucionales, administrativos y geográficos-; sobre sus múltiples y variados efectos en la distribución de oportunidades y satisfacciones, no todos ventajosos para las personas o para el bienestar social; sobre su impacto en las superestructuras culturales de la sociedad, que implica la mercantilización de ciertos valores, la erosión de tradiciones o la transformación de la comunidad en contratos, por ejemplo.

Uno llega a pensar que tan letal defensa y elogio del mercado sólo puede ser escrita por economistas que a diferencia de Adam Smith, Marx, Keynes, Schumpeter o unos pocos contemporáneos, apenas han mirado más allá de los libros de texto de su disciplina. Y que en cualquier caso no han tenido oportunidad de leer sobre historia, ni sienten la necesidad de la filosofía, ni se han interesado por los sociólogos clásicos que han escrito sobre el mercado —como Weber, Parsons o Daniel Bell—, ni tampoco han tenido tiempo para reflexionar y aplicar sus conocimientos a la compleja realidad de los países en desarrollo.

Al insistir en una línea discursiva que más se asemeja a una proposición de propaganda, una suerte de indoctrinación donde la razón es sustituida por la reiteración, se comete un serio error. En vez de mostrar las reales facultades del mercado, tanto sus fortalezas como debilidades, se lo transforma en algo semejante al perpetuum mobile, un cuento o fantasía que nada enseña. Este error podría llamarse el infantilismo del mercado.

Adicionalmente, al negar cualquiera falla o límite del mercado para insistir exclusivamente en los males del Leviatán, se expone un sesgo tan intenso que de inmediato se radica el argumento en el plano de las ideologías y se invita al público a asumir una actitud propia de la guerra fría. En vez de diálogo racional hay, entonces, un intercambio de consignas.

No reconocer las múltiples condiciones externas que requiere el eficaz funcionamiento de los mercados y negar las contradicciones internas a las que su operación da lugar implica no permitir el desarrollo de una cultura más densa en torno a este tópico. Todo queda sujeto a un tráfico de banalidades, pues el mercado presentado como solución para todo es una idea tan banal como pensar que el mercado no soluciona nada correctamente, o sólo sirve para asignar los recursos en una economía.