Nuestro Breve Siglo

por Jürgen Habermas

El umbral del próximo siglo atrapa nuestra imaginación, porque nos lleva a un nuevo milenio. Este corte del calendario se debe a una cronología construida por una historia providencial, cuyo punto cero es el nacimiento de Cristo que, desde esa perspectiva, significó una interrupción en la historia universal. Al final del segundo milenio los planes de vuelo de las compañías aéreas internacionales, las transacciones globales de las bolsas de valores, los congresos mundiales de los científicos, más todavía, los encuentros en el espacio sideral, se ordenan de acuerdo con la cronología cristiana. Pero estas cifras redondas, producto de la división de un calendario, no explican los nudos temporales que son los mismos acontecimientos históricos. Cifras como 1900 o 2000 carecen de significado si las comparamos con los datos históricos de 1914, 1945 o 1989. Pero, sobre todo, los cortes del calendario ocultan la continuidad de las tendencias -que vienen de muy atrás- de una modernidad social, que pasarán intocadas el umbral del siglo XXI. Antes de abordar la propia fisonomía del siglo XX quisiera recordar las tendencias de larga duración que han recorrido el siglo, tomando el ejemplo de: (a) el desarrollo demográfico, (b) los cambios en el mundo del trabajo y (c) el currículum del progreso científico y técnico.

a) Desde principios del siglo XIX comenzó en Europa un crecimiento vertiginoso de la población como consecuencia directa del progreso en la medicina. Desde mediados de nuestro siglo, este desarrollo demográfico -que mientras tanto se detuvo en las sociedades prósperas- ha continuado en el tercer mundo de manera explosiva. Los expertos no cuentan con un equilibrio antes del año 2030, con una población de diez mil millones de seres humanos. Vale decir, a partir de 1950, la población mundial se ha quintuplicado. Detrás de esta tendencia estadística se oculta, en efecto, una fenomenología rica en cambios.

A principios de nuestro siglo, el crecimiento explosivo de la población era percibido por sus contemporáneos como un fenómeno de masas. Pero aún entonces este fenómeno no era muy nuevo. Antes de que Gustavo LeBon se interesara por la sicología de las masas, la novela del siglo XIX describió la concentración masiva de individuos en las ciudades y en los barrios, en las fábricas, las oficinas y los cuarteles, así como también la movilización masiva de trabajadores y emigrantes, de manifestantes, huelguistas y revolucionarios. No obstante, a principios del siglo XX, por primera vez esas corrientes, organizaciones y acciones masivas se condensaron en fenómenos hegemónicos que dieron lugar a la visión, por ejemplo, de José Ortega y Gasset en "La rebelión de las masas".

En las movilizaciones masivas de la Segunda Guerra Mundial, en la miseria masiva de los campos de concentración, así como en las migraciones masivas de fugitivos y en el caos masivo de las displaced persons se despliega un colectivismo que se había anunciado en la imagen "Leviathan", de Thomas Hobbes. En esa imagen, los innumerables individuos anónimos se han fundido en un macrosujeto todopoderoso y colectivo. Sin embargo, desde la mitad de este siglo se ha transformado en la inclusión simbólica de la conciencia de muchos individuos en las redes de comunicación cada vez más amplias y abarcantes. Las masas concentradas se convierten en el público disperso de los medios masivos de comunicación. Las corrientes físiscas de tráfico van en aumento: las redes electrónicas y sus puertos o conexiones individuales han transformado en un anacronismo a las masas reunidas en las calles y en las plazas. En efecto, el cambio de la percepción social ya no se explica por la continuidad del crecimiento demográfico.

(b) De igual modo se han llevado a cabo los cambios en el mundo del trabajo, en ritmos largos que transponen el umbral de nuestro siglo. La introducción de métodos de producción que ahorran trabajo, vale decir: el aumento de la productividad es el motor de este desarrollo. A partir de la revolución industrial en la Inglaterra del siglo XVIII, la modernización de la economía ha seguido la misma secuencia. La masa de la población trabajadora que desde hace siglos laboraba en los campos se desplaza primero al sector secundario, la industria productora de bienes, luego al sector terciario, el del comercio, el transporte y los servicios. Mientras tanto, las sociedades postindustriales han desplegado un cuarto sector, el del conocimiento, que domina muchas actividades y sectores como las industrias high-tec, los bancos o la administración pública que dependen de la afluencia de nuevas informaciones y, en el último tiempo, de investigaciones y avances en los sistemas de informática. Todo esto se debe sin duda a una "revolución en el sistema educativo", que no sólo suprime el analfabetismo, sino que lleva también a una drástica apmpliación de los sectores secundarios y terciarios. Mientras la educación superior perdía su carácter elitista, las universidades se convirtieron a menudo en los centros de la rebelión y del descontento político.

En el transcurso del siglo XX este modelo no ha cambiado, pero su tempo ha venido acelerándose. Desde principios de los años sesenta, Corea dio el salto de una sociedad preindustrial a una sociedad postindustrial, bajo las duras condiciones de una dictadura del desarrollo y en los años de una sola ronda generacional. Esta aceleración explica que un proceso tan conocido como la migración del campo a la ciudad haya adquirido en la segunda mitad del siglo XX, una nueva y sorprendente cualidad. Desde el neolítico, hasta muy avanzado el siglo XIX, la vida en las aldeas o los pueblos, imprimió, sin duda, el mismo sello a todas las culturas, y de ha convertido ahora en una trampa dentro de las sociedades industriales. La decadencia del campesinado ha transformado de raíz la relación tradicional del campo con la ciudad. Más del 40% de la población mundial vive hoy en las ciudades. Este proceso de metropolización destruye la ciudad misma, esa forma de vida urbana que se originó en la antigua Europa. Aunque la ciudad de Nueva York, el núcleo mismo de Manhattan, nos recuerde de modo incierto al Londres y al París del siglo XIX, las desbordadas regiones urbanas de la ciudad de México y de Tokio, de Calcuta y Sao Paulo, de El Cairo y Seúl o Shangai has destruido para siempre las dimensiones comunes de "La Ciudad". Los desvanecidos perfiles de estas megalópolis que se multiplican desde hace dos o tres decenios nos dan la idea de una realidad que no entendemos y cuyos conceptos nos faltan.

(c ) Por último, una tercera continuidad es la cadena que forma el progreso científico y técnico y sus definitivas consecuencias sociales que avanzan a través de los siglos. Las nuevas materias primas y formas de energía, las nuevas tecnologías industriales, militares y médicas; los nuevos medios de transporte y comunicación que durante el siglo XX transformaron la economía, así como de las formas de vida y del intercambio social, se debieron al conocimiento científico y los desarrollos técnicos del pasado. Los éxitos de la técnica, como el dominio de la energía atómica y los viajes al espacio, las innovaciones, como el descubrimiento del código genético y la introducción de tecnologías genéticas en la agricultura y la medicina. Transforman nuestra conciencia del riesgo, nuestra misma conciencia moral. No obstante, esas conquistas espectaculares permanecen dentro de los mismos caminos trazados desde hace mucho tiempo. A partir del siglo XVII no ha cambiado nuestra actitud instrumental hacia una naturaleza transformada por la ciencia. Aún cuando nuestra intervención en la estructura misma de la materia sea más profunda que antes y nuestros avances en el cosmos más insólitos que nunca, no ha cambiado tampoco el modo del dominio técnico, la decodificación de los procesos naturales.

La vida diaria saturada de tecnología, exige de nosotros los legos, como siempre, un trato trivial con aparatos y sistemas que no entendemos, una confianza habitual en el funcionamiento de técnicas y redes de transmisión que ignoramos. En sociedades altamente industrializadas, todo experto se convierte en un lego frente a otros expertos. Max Weber había descrito ya la "ingenuidad secundaria" que nos domina cuando manejamos la radio de transistores, el teléfono celular, las calculadoras de bolsillo, los videocassettes y sus reproductoras, o las computadoras portátiles. Quiero decir, la manipulación de aparatos electrónicos conocidos cuya fabricación resume el conocimiento acomulado de varias generaciones de científicos. A pesar de las reacciones de pánico ante el anuncio de desperfectos y peligros de estas técnicas y aparatos, la inclusión de lo que no entendemos en el mundo de nuestra vida diaria apenas se ha visto amenazada, en algunos momentos, por la duda que nutren los medios masivos de comunicación acerca de la confiabilidad del conocimiento de los expertos y de la gran tecnología. La creciente conciencia del riesgo no perturba la rutina diaria.

El perfeccionamiento de las técnicas de comunicación y tránsito, tiene una importancia muy distinta para el cambio a largo plazo del horizonte de nuestra experiencia cotidiana. Los viajeros que emplearon, en 1830, los primeros ferrocarriles habían narrado ya sus nuevas percepciones del espacio y del tiempo. En el siglo XX, el automóvil y la aviación civil aceleraron todavía más el tráfico de personas y el transporte de bienes de consumo y redujeron también -de modo subjetivo- las distancias. Nuestra conciencia del tiempo y el espacio ha sido transformada de otro modo por las nuevas técnicvas de transmisión, acomulación y procesamiento de datos e informaciones. En la Europa de fines del siglo XVIII la impresión de libros y periódicos contribuyó al nacimiento de una conciencia histórica global y dirigida al futuro. A fines del XIX, Nietzsche se lamentaba del historicismo de una elite ilustrada que todo lo convertía en presente. Mientras tanto, la separación entre el presente y un conjunto de pasados, que nuestra vida cosifica, se ha apoderado de las masas de turistas ilustrados. El periodismo masivo es también el resultado del siglo XIX; pero el efecto "máquina del tiempo" que producen los medios impresos se ha incrementado por la fotografía, el cine, la radio y la televisión. Las distancias espacio-temporales ya no se "superan": desaparecen sin dejar huella en la presencia ubicua de realidades virtuales. Todavía no podemos apreciar las consecuancias intelectuales de Internet, que se opone de modo más decisivo a las costumbres de nuestra vida diaria que un nuevo aparato electrodoméstico.


DOS ROSTROS DEL SIGLO.

Las continuidades de la modernidad social que atraviesan el calendario del siglo nos enseñan de modo insuficiente lo que caracteriza al siglo XX. Por esta razón, los historiadores rigen la puntuación de sus narraciones más de acuerdo con los sucesos que con los cambios de tendencias o de estructuras. El rostro de un siglo va tomando forma por la irrupción de grandes acontecimientos. Entre los historiadores que todavía están dispuestos a pensar en grandes unidades existe hoy un consenso : al largo siglo XIX (1789-1914) le ha sucedido un breve siglo XX (1914-1989). El comienzo de la Primera Guerra Mundial y el desmoronamiento de la Unión Soviética dan el marco a este antagonismo que atraviesa dos guerras mundiales y la guerra fría. Esta puntuación deja espacio, sin duda, para tres diferentes interpretaciones, de acuerdo con el mundo donde se sitúa el antagonismo: en el espacio de la economía de los sistemas sociales, en el de la política de las superpotencias o en el espacio cultural de las ideologías. La elección de estos puntos de vista hermenéuticos está determinada desde luego por la lucha de las ideas que han dominado el siglo.

En la actualidad la guerra fría continúa con los medios del trabajo historiográfico, no importa si la Unión Soviética desafía al Occidente capitalista (Eric Hobsbawm) o si el Occidente liberal lucha contra los regímenes totalitarios (Francois Furet). Ambas interpretaciones explican de uno o de otro modo un hecho : sólo los Estados Unidos salieron fortalecidos de ambas guerras en el mundo de la economía, de la política y de la cultura; más aún : es la única superpotencia que ha sobrevivido a la guerra fría. Este resultado le ha dado al siglo el nombre de Estados Unidos. La tercera lectura es menos clara. Mientras se use el concepto de "ideología" en un sentido neutral detrás del título "la época de las ideologías" (Hildebrand) se esconde sólo una variante de la teoría del totalitarismo : la lucha del régimen refleja la lucha de las concepciones del mundo. El mismo título señala en otros casos la perspectiva -que Carl Schmitt definió- de una guerra civil universal : a partir de 1917 chocaron los grandes proyectos utópicos de la democracia y de la revolución universales -con Wilson y Lenin como sus representantes mayores (Ernst Nolte)-. Según esta crítica de la ideología -cuya filiación de derecha salta a la vista- la historia contrae el virus de la filosofía de la historia y se extravía de tal forma que sólo a partir del año 1989 vuelve sobre las vías de las historias nacionales.

Desde cada una de estas tres perspectivas, el siglo XX obtiene su propio rostro. Según la primera lectura, el más grande experimento político que se haya llevado a cabo con seres humanos desafía y no le da tregua al sistema capitalista internacional. La industrialización coercitiva bajo los más crueles sacrificios le permitió a la Unión Soviética el ascenso político a una superpotencia, pero no le aseguró una base económica ni una política social superior -o cuando menos una alternativa de sobrevivencia- al modelo del capitalismo occidental. De acuerdo con la segunda lectura, el siglo XX trae los rasgos oscuros de un totalitarismo que suspende el proceso civilizatorio iniciado con la Ilustración, destruye la esperanza de domesticar el poder del Estado y el proyecto de humanizar la convivencia social entre los individuos. La violencia totalitaria de las potencias que hacen la guerra traspasa los límites del derecho internacional del mismo modo implacable en que la violencia terrorista de los partidos únicos dictatoriales neutraliza en el interior de las garantías constitucionales. Mientras desde esta perspectiva luz y sombra se reparten por igual entre las fuerzas totalitarias y sus enemigos liberales, según la tercera lectura -una lectura postfascista- nuestro siglo se encuentra bajo la sombra de una cruzada ideológica entre partidos, sino de la misma importancia, sí de una misma mentalidad semejante. Ambas partes libran un combate -concepciones del mundo antagónicas- entre distintos programas de filosofía de la historia, cuya fuerza fanática se debe a sus proyectos religiosos originales disfrazados de fines seculares.

La violencia y la barbarie determinan el signo de la época. De Horkheimer y Adorno hasta Braudriard y Zygmunt Baumann, de Heidegger hasta Foucault y Derrida, los rasgos totalitarios del siglo se han convertido en un instrumento de los mismos diagnósticos. Pero a éstas interpretaciones negativas -que se dejan atrapar por el horror de las imágenes- se les escapa el reverso de las catástrofes.

En efecto, los pueblos que participaron y fueron afectados necesitaron decenios para llegar a ser conscientes de la dimensión de ese terror que se advirtió primero de un modo insensible y apático: el holocausto que culmina con el exterminio metódico de los judios europeos. Aunque primero se le reprimió y desapareció de la conciencia, este shock liberó energías y, más tarde, convicciones que en la segunda mitad del siglo localizaron la geografía del terror. Para las naciones que llevaron al mundo, en 1914, a una guerra de insólitos despliegues tecnológicos, y para los pueblos que después de 1939 reconocieron los crímenes masivos de una lucha de exterminio ideológica, el año 1945 señala un gran viraje. Un viraje hacia una situación mejor, hacia la domesticación de las fuerzas de la barbarie que florecieron, en Alemania por ejemplo, en el suelo mismo de la civilización. ¿No aprendimos nada de las catástrofes de la primera mitad del siglo?

La división del breve siglo XX en capítulos contrae el período de las dos guerras mundiales con el período e la guerra fría y sugiere la continuidad de una guerra incesante de los sistemas, de los regímenes y las ideologías por más de setenta y cinco años. Sin embargo, aquí desaparece el significado del acontecimiento que representa un parteaguas histórico, pues no sólo dividió al siglo XX desde la perspectiva cronológica, sino también económica, política y sobre todo, normativa. Me refiero a la derrota del fascismo. Las fuerzas liberales, de izquierda y revolucionarias sociales se reunieron por primera vez en España para defender la República. Por las características de la guerra fría se olvidó muy pronto el significado ideológico de la alianza de las potencias occidentales con la Unión Soviética, una alianza que luego apareció como "antinatural". Pero el triunfo y la derrota de 1945 descalificaron por mucho tiempo esos mitos que, desde fines del siglo XIX, se lanzaron en amplios frentes contra la herencia de la revolución de 1789. La victoria de los aliados puso no sólo las condiciones necesarias para el desarrollo democrático de la República Federal de Alemania, de Japón y de Italia, sino también de España y Portugal. Todas las legitimaciones -por lo menos las que de manera verbal le rindieron tributo al espíritu de la ilustración política- perdieron entonces el suelo de la realidad.

Un cambio de clima tuvo lugar, después de 1945, en el invernadero de las ideas. Sin él no habría tenido lugar la única, indudable, innovación cultural del siglo: la revolución de las artes plásticas, la arquitectura y la música. Después de 1945, el arte alcanzó una validez universal; se habló, entonces, en la forma del pasado de la "modernidad clásica". El arte vanguardista había creado hasta principios de los años treinta un repertorio de formas y técnicas nuevas e insólitas con las que el arte internacional en la segunda mitad del siglo, siempre experimentó sin trascender nunca el horizonte de sus posibilidades creativas. Quizás Martín Heidegger y Ludwig Wittgenstein fueron los únicos filósofos que lograron escribir una obra tan original, y tener una influencia histórica tan decisiva, como la del arte vanguardista de los treinta. Por cierto, ambos escribieron su obra al mismo tiempo, y ambos se apartaron del espíritu de la modernidad.

Sea como fuere, el cambio en el clima cultural constituyó el fondo de tres tendencias políticas que, desde el período de la postguerra hasta los años ochenta, cambiaron también el rostro de nuestro siglo: a) la guerra fría; b) la descolonización; c) la construcción del Estado de bienestar social en Europa.
a) La espiral de la carrera armamentista, tan grandiosa como exhaustiva, mantuvo a las naciones amenazadas en el terror, pero el cálculo enloquecido de un equilibrio del terror - MAD era la irónica abreviatura de "mutually assured destruction" - evitó como sea el comienzo de una guerra caliente. La posibilidad de que las superpotencias enloquecieran y rompieran el pacto -el acuerdo racional entre Reagan y Gorbachov en Reikiavik señaló el final de la carrera armamentista- nos hace ver retrospectivamente a la guerra fría como un proceso de autodominio -lleno de riesgos- y de alianzas entre países con armas nucleares. De igual modo puede describirse la pacífica implosión de un imperio mundial -la Unión Soviética-, cuyos gobernantes reconocieron la ineficacia de un modo de producción, supuestamente superior, y la derrota en la lucha económica, en lugar de desviar hacia el exterior los conflictos internos y transformarlos en aventuras militares.

b) La descolonización tampoco fue un solo proceso lineal. En retrospectiva, las antiguas potencias coloniales sólo libraron combates en la retaguardia. Los franceses se defendieron inútilmente en Indochina contra los movimientos de liberación nacional; en 1956, los británicos y los franceses fracasaron en su aventura del canal de Suez; en 1975, los Estados Unidos pusieron fin a su intervención en Vietnam, una guerra -con enormes pérdidas humanas- de diez años. El año de 1945 no sólo se derrumbó el imperio del Japón derrotado, en el mismo año surgieron Siria y Libia como países independientes. En 1947, los británicos se retiraron de la India; al año siguiente nacieron Burma , Israel, Indonesia y Sri Lanka. Más tarde lograron su independencia las regiones del Islam occidental; desde Persia hasta Marruecos, poco a poco los países del África central y, por último, las colonias restantes en el sudeste asiático y en le Caribe.

c) La tercera tendencia revela una ventaja inequívoca. En las democracias prósperas y pacíficas de Europa occidental -y en menor escala en los Estados Unidos y en otros países- surgieron economías mixtas que permitieron la continua ampliación de los derechos civiles y, por primera vez, una efectiva realización de derechos sociales fundamentales. Entre principios de los años cincuenta y principios de los setenta, el explosivo crecimiento económico mundial, la cuadruplicación de la productividad industrial y el aumento diez veces mayor del comercio internacional incrementaron, a su vez, las desigualdades entre regiones pobres y ricas. Los gobiernos de los países de la OCDE, que en esos dos decenios contribuyeron con tres cuartos de la producción mundial y el 80 % del comercio internacional, aprendieron tanto de las experiencias catastróficas del período de entre las dos guerras, que se propusieron una política económica inteligente, volcada hacia la estabilidad interna, con tasas de crecimiento relativamente altas, construyendo y ampliando un impresionante sistema de seguridad social. En las democracias masivas con un Estado de bienestar social, la forma económica altamente productiva del capitalismo se controló como nunca antes por la sociedad, y se concertó más o menos con la idea democrática de los Estados constitucionales.

Estas tres tendencias son, desde la perspectiva de un historiador marxista como Eric Hobsbawm, razón suficiente para celebrar los decenios de la posguerra como una "época dorada". Sin embargo, a partir de 1989 la opinión pública percibió el final de esta época. En los países donde el Estado de bienestar social era considerado, por lo menos en retrospectiva, como una conquista política y social, la resignación ejerce su dominio. El fin
del siglo se encuentra bajo el signo de un Estado de bienestar social y un capitalismo controlado en peligro, así como la inminente resurrección de un neoliberalismo implacable.

Los antiguos problemas de la paz y de la seguridad internacional, de las desigualdades económicas entre Norte y Sur, así como el peligro de los desequilibrios ecológicos eran desde entonces de naturaleza global. Todos se complican ahora por otro problema, hasta ahora desconocido, que cubre a los demás. Si en el proceso de globalización del capitalismo hay un golpe más, esta vez definitivo, se limitará también la capacidad de acción de ese grupo selecto de Estados que, al contrario de los Estados económicamente dependientes del Tercer Mundo, habían logrado conservar una relativa independencia. La creciente globalización económica significa el desafío más importante para el orden social y político de la Europa surgida de la posguerra. Una salida podría consistir en que la fuerza reguladora de la política hiciera crecer de nuevo a los mercados que escaparon al control de los Estados nacionales. ¿O la falta de orientación iluminadora en el diagnóstico de la época nos enseña que sólo podemos aprender de las catástrofes?

¿El fin del estado de bienestar social?

Ironías de la historia. Las sociedades desarrolladas enfrentan a fines del siglo la vuelta de un problema que, al parecer, creyeron haber solucionado bajo la presión de la lucha de los sistemas. El problema es tan antiguo como el capitalismo: ¿cómo aprovechar efectivamente el descubrimiento y la localización de mercados que se regulan a sí mismos, sin tener que cargar con las distribuciones desiguales y los costos sociales que han sido, a su vez, irreconciliables con las condiciones de integración de las sociedades liberales y democráticas? En las economías mixtas de occidente, el Estado dispuso de una parte muy importante del producto social, y también de un espacio para tranferencias y subvenciones; quiero decir: para una efectiva infraestructura y una política social y de ocupación. El Estado pudo afectar el marco de la producción y la distribución para también incidir en el crecimiento, la estabilidad de los precios y el empleo. Dicho de otro modo: por una parte el Estado podía favorecer medidas que estimularan el crecimiento; por la otra, promover al mismo tiempo la dinámica económica y asegurar la integración social.

Dejando a un lado las enormes diferencias, el sector de la política social en países como los Estados Unidos, Japón y la República Federal de Alemania se extendió en los años ochenta. Sin embargo, desde entonces empezó un cambio de tendencia: el auge del rendimiento se redujo. Se dificultó el acceso a los sistemas de seguridad y aumentó el desempleo. La reforma y reducción del Estado de bienestar social han sido la consecuencia inmediata de una política económica orientada hacia la oferta, que busca, entre otras cosas, una desregulación de los mercados, la reducción de las subvenciones, el mejoramiento de las condiciones de inversión, una política monetaria y fiscal antiinflacionaria, así como la reducción de los impuestos directos, la privatización de empresas estatales, y otras medidas semejantes.

La liquidación del Estado de bienestar social tuvo, sin duda, una consecuencia directa: las crisis que había logrado detener resurgieron con más fuerza. Esos costos sociales dañaron la capacidad política de integración de una sociedad liberal. Los indicadores revelan de modo inequívoco un aumento de la pobraza, de la inseguridad social, de desigualdad de los salarios; todo esto resume las tendencias de la desitengración social. El abismo entre los

empleados, los subempleados y los desempleados aumenta cada día más. Con el aumento de los excluídos-del empleo, de la educación continua, de las subvenciones estatales, del mercado de la vivienda, de los recursos familiares- surgen las subclases. Estos indigentes excluidos del resto de la sociedad ya no puden dominar por sí mismos su propia condición social. Sin embargo, una falta de solidaridad como ésta destruye a la larga toda cultura política liberal, cuyo proyecto universal es imprescindible para las sociedades democráticas. Por otra parte, los acuerdos mayoritarios -que cumplen todas las formalidades- muchas veces socavan la legitimidad de los procedimientos y las instituciones, porque sólo reflejan los miedos de los grupos amenazados con el descenso social, es decir, reflejan las atmósferas populistas de derecha.

Los neoliberales que reconocen y aceptan una gran cantidad de desigualdades sociales, y que están convencidos de la justicia inherente de los mercados financieros internacionales, evalúan esta situación de modo diferente a las personas que todavía defienden los principios de "la era socialdemócrata", porque saben que los derechos sociales no son sino una suerte de fajas de la ciudadanía democrática. Pero ambas partes describen el dilema de modo muy semejante. Sus diagnósticos terminan en un hecho: los regímenes nacionales han entrado en una aventura en la que nadie gana nada, una aventura en la que las inevitables metas económicas se obtienen sólo a expensas de los fines políticos y sociales. En el marco de la globalización de la economía, los Estados nacionales sólo pueden mejorar su capacidad de competencia internacional si limitan su poder estatal de configurar los sectores sociales. Todo esto justifica las "políticas de desincorporación" que dañan seriamente la cohesión social y someten a una dura prueba la estabilidad democrática de la sociedad.

Ralph Dahrendorf llama a este dilema"la cuadratura del círculo": "Se trata de unir tres cosas sin conflictos: conservar y favorecer la capacidad de competencia en el viento huracanado de la economía internacional; no sacrificar la cohesión social ni la solidaridad; y llevarlas a cabo bajo las condiciones y en las instituciones de una sociedad libre". En este ensayo no puedo intentar una descripción aceptable de este dilema, ni tampoco fundamentarla. Se podría resumir en dos temas: 1) Los problemas económicos de las sociedades prósperas se explican por la transformación estructural -que se resume con la idea de la globalización- del sistema económico internacional. 2) Esta tranformación restringe a los Estados nacionales de tal forma en su capacidad de acción, que las opciones que les quedan no bastan para amortiguar las indeseables sacudidas de un mercado transnacionalizado.

"¿Aprendemos de las Catástrofes? Diagnóstico y retrospectiva de nuestro breve siglo XX". Ensayo de Jürgen Habermas leído en la universidad de Magdeburgo. Extractado de la revista Nexos y copiado de El Mercurio (20-09-1998).