Reflexiones en torno al mundo moderno: Una síntesis histórica.

(Parte I)

Para entender el siglo XIX

Por Manuel Gárate Ch.

Resulta difícil relatar algo tan vasto como la historia de una persona, imaginen la dificultad de hacerlo con un período de la humanidad de más de doscientos años. Pero, bueno, el sólo intento ya es reconfortante como ejercicio intelectual. Sin embargo, numerosos temas y acontecimientos quedarán fuera de este resumen; muchos más de los que sí se mencionan, pero ojalá se comprenda que es por razones heurísticas, de espacio y no de otra índole

En primer lugar, la historia de nuestra era contemporánea es posible de definir como la lucha entre un sinnúmero de conceptos que se contraponen: tradicional v/s moderno, autoritario v/s democrático, libertad v/s igualdad, razón v/s fe, materialismo v/s idealismo, etc. Sin embargo, un eje cruza todo este período, y se refiere a la constante lucha entre el conservadurismo y el liberalismo. De esta contraposición constante, es posible definir la mayor parte de las otras corrientes de pensamiento que, en general –salvo el marxismo- no son más que versiones extremas de esta dicotomía inicial.

El liberalismo no se origina sólo en la revolución francesa, ni en Locke o Rousseau. Es el resultado de una evolución paralela del pensamiento y de la economía, la cual no nació de los filósofos, sino que más bien estos vinieron a consagrar una serie de nuevas prácticas que se desarrollaban desde, aproximadamente, el siglo XVI.

Algunos pensadores escolásticos del siglo XIV y XV (ej: Guillermo de Occam), notaron que el pensamiento católico se quedaba enfrascado en temas como la existencia del Limbo, el poder de la brujería o la sexualidad de los ángeles. Poco a poco, la intelectualidad se fue encerrando en un mundo alejado de la realidad de los hombres; su realidad material. Es así como comienza el rescate sistemático de la tradición clásica, que valora la observación y la hilación lógica de las ideas. Por otro lado, la aparición de América ante el "mundo conocido", sacudió la concepción sobre la naturaleza humana y la uniformidad del mundo. A Europa se le aparecía -ante sus ojos- una cultura totalmente extraña y fuera de todo origen bíblico. ¿De dónde eran los americanos?, ¿Eran los hijos de Caín?, ¿Eran hombres o esclavos?. Si el mundo no era plano y los hombres del otro lado del océano no conocían a Dios, entonces sólo quedaba observar y aprender. La fe ya no bastaba. Las explicaciones sobre el universo y el mundo natural debían ser redefinidas. Fe y razón comenzaron a separarse irremediablemente.

En lo económico, la Europa del siglo XVI venía saliendo de las horribles pestes del siglo anterior. La población había disminuido notablemente, y la fe parecía inútil en frenar la expansión de las enfermedades. El humilde "barbero cirujano" parecía ahora más eficiente en curar las dolencias que todas las plegarías del cura de la comarca. Había que vivir y disfrutar de los placeres del mundo, pues en cualquier momento todo podía terminar. La riqueza material se volvió importante y, sobre todo, la acomulación de metales preciosos. América, entonces, proveyó de innumerables reservas de oro y plata. Jamás Europa vio tanto dinero circulante. Ahora fueron necesarias las casas y letras de cambio. Surgió la "Banca", conocida así porque los mercaderes y comerciantes italianos intercambiaban sus riquezas en banquetas de madera a la orilla de los puertos mediterráneos. El dinero se debió convertir en papel, pues era demasiado peligroso cargar tanto metal en los peligrosos caminos del occidente premoderno. Tanto metal precioso produjo –durante el siglo XVII- enorme inflación, por lo que el valor de las cosas subió tremendamente. Sólo las culturas del norte (Inglaterra, Holanda, y los principados alemanes) descubrieron que la riqueza no se encontraba en los metales, sino en el trabajo agregado a cualquier tipo de producción. Valía tanto producir lana o trigo como tener una mina de oro. A esto, sumaban su increíble capacidad de comerciar en tierra y mar.

Riqueza y trabajo se unieron de un modo inseparable. Ahora cualquier hombre podía ser rico si es que sabía trabajar y producir. No era necesario ser un noble, ni recibir herencias. La protoburguesía comienza a surgir en estos países. La tierra adquiere ahora un valor económico y no sólo nobiliario. Si la lana, la harina o el guano pueden tener tanto valor como el oro o la plata, entonces necesito cercar mis tierras para que ningún otro las utilice. Debo explotar esa tierra al máximo y sacarle el mayor provecho. Henry Kamen dice que el origen de la propiedad privada está en los cercos de madera que aparecieron en la Inglaterra del siglo XVI. En cambio, cultura hispana y portuguesa no asimilaron estas ideas, y siguieron viendo en el trabajo manual una actividad innoble, que no se comparaba a la acomulación de metales preciosos, cada día más devaluados. De lo que hemos dicho, puede desprenderse que Adam Smith o David Ricardo, más que descubrir algo nuevo, no hicieron otra cosa que sintetizar y elaborar teóricamente conductas que vieron en su época. No dejan por ello de ser grandes pensadores, pero finalmente hijos de su tiempo.

Si en lo económico comenzaba a primar la idea del trabajo y el individualismo, en lo político hacía crisis la idea de una nobleza que recibía el poder de Dios. Los nuevos ricos sentían que su importancia económica no se traducía en poder político, pues continuaban perteneciendo al tercer Estado, confundidos con mendigos e indigentes. La exigencia de poder se tradujo en la idea de que los hombres eran iguales en derechos, que poseían una naturaleza común, y que por tanto debían participar del poder en forma equitativa. El rey y la nobleza eran tan humanos y pecadores como el pequeño comerciante de una pujante ciudad. Las ciudades se convierten en el foco para las nuevas ideas de igualación política, en donde el pueblo debía ser el depositario del poder y quien lo entregase a un representante que se encargaría del orden y del gobierno. Hobbes, Locke y -en cierto modo- Rousseau, consagran estas doctrinas sobre la base del ejemplo de la Gloriosa Revolución Inglesa, que entregó el poder a la burguesía y mantuvo a la corona como un poder secundario y simbólico. Ahora, los hombres eran capaces de crearse una realidad política ideal fuera de los designios de Dios. La fe y los valores se convierten en metafísica o bien en asuntos de la vida privada de los hombres. El pensamiento es capaz de crear realidad: esta es la base del racionalismo del siglo XVIII. Su punto cúlmine es el pensamiento de Rousseau, quien elabora la idea de la voluntad soberana como un poder omnímodo que surge del pueblo, pero que se encarna en un mandatario con poderes enormes y legitimado por el acto originario de la elección. Un mandatario que no gobierna gracias a la virtud, sino a la razón y la ciencia que deben guiar todos sus actos.

En la filosofía, Kant separa definitivamente lo material de lo espiritual, relegando a la fe, la religión y todo lo no sensible al rango de metafísica, es decir, que no se puede conocer. El hombre es sólo capaz de conocer lo material; aquello que pueden apreciar sus sentidos. La única ciencia posible es la de los fenómenos observables y medibles. Lo demás es reino de la "doxa" (la opinión). El mundo, la política y la ciencia se racionalizan por completo en la idea del progreso. Por otro lado, se materializan al máximo en el empiricismo y positivismo de los pensadores franceses e ingleses. Es posible hallar las claves de la historia y predecir su curso si es que se conocen sus leyes; tan válidas como las leyes de la gravitación universal.

Nuestra modernidad nace con la revolución francesa: el punto de inflexión donde las ideales de los liberales radicales (Rousseau principalmente) se plasman en un conflicto que derrota a las últimas estructuras del antiguo régimen tradicional, monárquico y aún –en algunos aspectos- feudal. Los revolucionarios idealistas (iluminados) se proponen crear una nueva sociedad destruyendo todo vestigio de la antigua. Hay que cambiar a Dios, las relaciones de poder, de propiedad, del tiempo, incluso los pesos y medidas. En síntesis, hay que crear un hombre nuevo; pleno de libertad, igualdad y fraternidad.

Ciertos pensadores ingleses se aterran ante estos sucesos y consideran que el liberalismo ya no es más una respuesta a fenómenos contemporáneos. Plantean que el radicalismo democrático quiere crear la realidad, imponiendo un totalitarismo que destruye las tradiciones más arraigadas de la sociedad. Esta es la matriz del pensamiento conservador, personificado en autores como Edmund Burke y Tocqueville. Toda realidad resulta preferible al más inocente de los idealismos de los "Philosophes" franceses. Tradición, familia y propiedad se convierten en los baluartes del conservadurismo europeo. Es en este momento cuando comienza la mayor -a mi juicio- de las luchas de la modernidad occidental: liberalismo v/s conservadurismo.

Las fuerzas tradicionales fueron duramente golpeadas por la revolución francesa, al punto de que sintieron defender ideas caducas, atrincherándose en la preservación de sus privilegios. Sin embargo, Burke les entregó el fundamento filosófico para confrontarse al radicalismo democrático, pues este último contravenía la realidad misma, superponiéndola con una filosofía totalitaria que no reconoce las diferencias de capacidad, de propiedad y de inteligencia que existen entre los hombres. Los conservadores lograron al fin poseer una antiideología con la cual oponerse a los avances del liberalismo democrático francés.

La batalla de Waterloo marca el principio de la contraofensiva conservadora en todo el continente europeo. Sin embargo, las ideas del radicalismo francés ya se habían difundido por todo el mundo occidental. Los conceptos de democracia, pueblo y soberanía estaban en boca de todos los líderes políticos que se consideraban modernos y liberales. La Independencia americana es fruto del contagio de estas ideas. El jacobinismo se transformó en la radicalización de esos ideales, llevando la soberanía hasta las bases mismas del "pueblo", generando la idea del nacimiento de una nueva nación de iguales, donde todo vestigio del antiguo régimen debía ser derogado. El idealismo político surge de estos pensadores. Se les conoció como representantes de la Izquierda, justamente porque se sentaban a este costado de la sala durante las sesiones revolucionarias de la asamblea nacional francesa. Derechas e izquierdas se transformaron en los conceptos para diferenciar a progresistas de conservadores en todo el mundo. Sin embargo, ambos bandos convenían en el sistema económico capitalista. La disputa ideológica estaba en el régimen de gobierno, la autonomía del Estado frente a la Iglesia, y la abolición de los privilegios nobiliarios. El modelo económico no había sido puesto en duda.

Es en estos años cuando se afianza un nuevo tipo de ideología, compartida por conservadores y liberales. Se trata de la idea del Estado-Nación, como una unidad histórica con personalidad, pasado y futuro. Los pueblos ya no se consideran como agrupaciones de personas en torno a una tradición común, se pierde la idea de humanidad. Se comienza a pensar a los países como unidades orgánicas con nacimiento, desarrollo y muerte. Los pueblos son el corazón o motor de este organismo. Cada organismo debe competir con sus pares por su sobrevivencia, de modo de ganar recursos y territorio para su gente. La "raza" es lo que distingue a un pueblo de otro, y no todas las razas son iguales. Los más modernos y competitivos son entonces superiores. La biología (Spencer y Darwin) se convierte –erróneamente- en justificativo para estas ideas, incluso nace la pseudociencia de la Geopolítica para estudiar el comportamiento de los estados nacionales en cuanto organismos en permanente expansión y competencia.

Independencia y expansión y patriotismo se convirtieron en las ideas guía de buena parte de los sucesos que vivió Europa y América a lo largo del siglo XIX. Asia y Africa los harían suyos ya entrado el siglo XX.

La Europa del siglo XIX se ve empujada a la formación de Estados Naciones, aún a costa de su artificialidad. La unidad alemana e italiana son reflejos de este proceso. Lo mismo ocurre con los reinos nórdicos y los movimientos nacionalistas paneslavos de la península de los Balcanes. Francia e Inglaterra, de alguna forma, ya constituían unidades políticas y territoriales consolidadas. En cambio, los imperios austrohúngaro y otomano tenían sus días contados: no eran lo suficientemente modernos, ni constituían estados territoriales unificados. No eran aptos para la competir, especialmente en lo militar y económico. La mayor parte de los conflictos del siglo XX se forjaron en la masificación de estas ideas, sobre todo en el caso del nacionalismo. Los nuevos estados debieron construir una historia y una cultura que justificara su existencia, así como una idea de raza o pueblo acorde con este principio de la desconfianza y la competencia global.

El siglo XIX es la época de – como llamo yo- las seguridades absolutas. Todas las esperanzas de la humanidad fueron puestas en la ciencia; capaz de explicarlo todo y llevarnos al progreso infinito. La democracia y la libertad eran los paradigmas políticos en boga, pero el nacionalismo y los ejércitos estatales se transformaron en los males necesarios para sostener estos ideales. Se podía ser democrático y liberal dentro de la nación, pero con los vecinos reinaba la desconfianza y con las colonias la explotación económica más descarnada. El Imperialismo en Africa y Asia permitió que Europa mantuviera sus altos niveles de producción industrial.

El capitalismo y la revolución industrial abrieron el camino a un desarrollo material como nunca antes había conocido la humanidad. Fue necesario generar enormes cantidades de energía y buscar mercados para la sobreproducción local. La cacería por materia primas haría surgir uno de los gérmenes de la primera guerra mundial. Los bosques de Europa desaparecieron casi por completo, siendo reemplazada la leña por el carbón mineral. El vapor movía la expansión económica europea, y sus barcos llegaban a todos los puertos del orbe. El mundo debió dividirse en zonas de influencia económica y política. Sólo así podía resguardarse una paz tan frágil.

Pero el capitalismo no sólo generaba nuevas potencias económicas y colonias sobrexplotadas, también movía grandes masas de población desde el campo a las ciudades. Las nuevas industrias necesitaban mano de obra barata y a la vez nuevos consumidores. Así comienza a nacer el mundo obrero: ordas de familias que trabajan por un salario de sobrevivencia, y que viven en condiciones paupérrimas dentro de barrios marginales de las principales ciudades europeas. El capitalismo del siglo XIX generó un problema social de enormes proporciones, el cual incluso denunció la Iglesia Católica en la encíclica "Rerum Novarum". La llamada cuestión social se convirtió en un tema de enorme importancia, especialmente para la –hasta ese momento- incólume estabilidad de las democracias liberales.

Pero, mucho antes (desde 1848 apoximadamente) se había estado desarrollando una nueva concepción social y política del hombre, como una rama radical del jacobinismo revolucionario francés. El idealismo socialista utópico surgió en Europa como respuesta a los excesos del capitalismo salvaje que se había impuesto en el continente. Sin embargo, las intentonas de 1848, y los sucesivos fracasos de los nuevos revolucionarios izquierdistas, generaron desazón frente a estas ideas reformistas. Es entonces cuando las ideas de Marx y Engels comienzan a tener difusión. Ellos plantean que el tema social no pasa por la reforma del sistema capitalista de desarrollo económico, sino por su inminente caída según un determinado devenir histórico. La clase de obreros proletarios sería llamada a comandar la revolución que derrotaría a la burguesía capitalista, como esta había hecho caer al orden feudal. Era cosa de esperar que se dieran las condiciones objetivas para la revolución.

La discusión ideológica europea dejó de ser sólo entre liberalismo y conservadurismo, pues un nuevo actor había entrado a la cancha para redefinir todo el espectro político. El modelo de sociedad liberal ahora tenía un contendor alternativo que vivía en su interior, pero pretendía derrocarlo. La díada liberal-conservador fue lentamente reemplazada por Izquierda-derecha, donde la primera pasa a ser formada por las fuerzas socialistas, y la segunda por conservadores y liberales moderados. En el centro, el radicalismo democrático laico, el socialismo moderado (socialdemócrata), y las nacientes fuerzas social cristianas. Es así como queda generado –a grandes rasgos- el mapa político para 1900.

Espero, en una siguiente exposición, adentrarme en los grandes procesos y fuerzas de nuestro siglo veinte.

 

 

(Parte II)

 

El Siglo XX: Un despertar estruendoso.

Por Manuel Gárate Ch.

Se dice que el siglo XX es la época de la aplicación de las doctrinas ideadas en los siglos XVIII y XIX. Bastante de razón hay en esta afirmación, pero debiera agregarse que quienes las aplican nunca son los pensadores que las crean y, por tanto, sus repercusiones pocas veces son anticipadas. Otra afirmación común entre los historiadores, es que el siglo XIX (como época cultural) no termina sino hasta 1918, cuando la Gran Guerra ha terminado y los sueños de progreso ilimitado se desvanecen ante los horrores del nacionalismo y de la tecnología aplicada a la destrucción masiva de vidas humanas. Los sueños progresistas e internacionalistas de la "Belle Epoque" quedan mutilados en las trincheras del Somme y Verdun.

Como adelantamos en nuestro capítulo anterior, a fines del 1800, las fuerzas políticas y sociales fueron redibujadas con la aparición del movimiento obrero, y del marxismo, principalmente. Las élites democráticas e industriales de Europa comenzaron a preocuparse por el continuo avance de las ideas socialistas entre los trabajadores de las ciudades y algunos sectores campesinos. La llamada clase proletaria parecía despertar ante la conciencia de su potencial fuerza, gracias a la ideología que proveían pensadores de izquierda surgidos de la propia elite dominante. La separación de la sociedad en clases – al menos en occidente- queda dibujada para principios de 1900. Sin embargo, un nuevo grupo surgía desde el sector servicios, las profesiones liberales el comercio y la pequeña industria: se trata de la llamada clase media, nacida –principalmente- de la masificación de la educación por parte del Estado, especialmente en Francia y en la Alemania de Bismark. La dualidad de clases se quebraba con este nuevo agente que podía cargar la balanza hacia cualquiera de los extremos y que muchas veces generó políticas de compromiso cuando no intentó gobernar directamente como grupo.

La llegada de 1900 se recibió con los sueños y las ilusiones de un siglo XIX pujante y convencido en el progreso indeclinable de la humanidad. La ciencia, el maquinismo, el comercio internacional y la democracia parlamentaria parecían asentarse definitivamente en la historia humana. El hombre era el amo y señor de la historia, quien controlaba la naturaleza y la sometía gracias a la tecnología y la ciencia positiva. El occidente europeo se alzaba como la cultura material y filosóficamente triunfadora, imponiendo su modelo al resto mundo y consagrando el concepto de moderno, como contrapartida a lo tradicional o primitivo.

Sin embargo, esta cultura poseía contradicciones y problemas que o no eran apreciados, o bien se escondían ante la luz enceguecedora de la idea del progreso ilimitado. El increíble desarrollo material de Europa se debía -en gran medida- al poder sobre las colonias de ultramar, especialmente en lo concerniente a la producción de materias primas y al control sobre estos mercados cautivos dependientes de la metrópoli. Tanto Inglaterra como Francia habían sido beneficiadas del reparto mutuo del continente africano, como así de importantes territorios en Asia. No ocurría lo mismo con potencias europeas de la importancia de Alemania, Rusia o Italia, las cuales aspiraban a construir también sus imperios comerciales, pero que se sentían en desventaja respecto a sus vecinos. Recordemos que es la época en donde predominan las teorías biológicas sobre el Estado, en donde la nación que no se expande y se desarrolla, perece ante el avance de sus vecinos. La geopolítica organicista reivindica el papel de la guerra como un acontecer natural y necesario en la lucha por la sobrevivencia del estado nacional más fuerte.

Es también la época donde la filosofía –huérfana de Dios y desconfiada de las ideologías- se apega a los sensible y al desarrollo de todas las capacidades humanas, incluyendo las autodestructivas (pienso en Nietzche). No existe nada más que este mundo, y hay que dominarlo y someterlo. El arte comienza a renegar del naturalismo, para adentrarse en los tortuosos rincones de la mente humana, de sus deseos, pasiones y temores. Los paisajes del pensamiento sacan a la luz las imágenes –no siempre felices- del artista, especialmente desde que un médico austríaco de apellido Freud había develado las fuerzas ocultas de la psiquis humana y había dado origen al psicoanálisis y la moderna sicología. El hombre ya no era enteramente dueño de sus actos, sino que estaba dominado por fuerzas que tenían su origen en impresiones de la niñez y deseos sexuales reprimidos. La biología y la física –pero esta vez de la mente- dictaban el comportamiento de los seres humanos. El arte debía, entonces, también revelar estas fuerzas y no solamente el mundo sensible de la naturaleza. El arte también debía mostrar el horror de las ciudades y jugarse por el cambio: es así como nace el arte comprometido con el cambio social.

Las ciudades del 1900 crecen a ritmos aceleradísimos, concentrando enormes contingentes de población inmigrante desde los campos, especialmente en los barrios industriales. Comienza a nacer el "Hombre Masa", desarraigado de sus tierras rurales, sometido a espacios urbanos agobiantes, sin identidad propia, propenso al caudillismo y al discurso nacionalista. Su única identificación se encuentra en sus iguales, los que padecen del mismo desarraigo. Sólo como masa se siente fuerte; inmerso en el anonimato de la turba, buscando un enemigo que explique su penosa situación. Estos son mayoritariamente los hombres que se alistan eufóricos en los ejércitos nacionales europeos de 1914. Son los mismos que vivirán los horrores de las trincheras y morirán por millones a causa de las ametralladoras, los aviones, los gases nerviosos, los tanques, las alambradas de púas, los duros inviernos y la gripe de 1919. Las máquinas que les habían dado tantas comodidades, ahora se convertían en armas de "aniquilación masiva" en manos de los respectivos enemigos. El progreso ilimitado se convertía en un horror interminable. La guerra de la era industrial ya no tenía nada de romántica. Palabras como honor y gloria poco podían hacer frente a los estragos del gas mostaza. Fue la guerra del anonimato, del soldado desconocido, del hombre masa caído por las interminables municiones de un arma automática, también disparada por un anónimo artillero. Se la llamó la Gran Guerra, y sólo sería el preludio de una confrontación mayor, donde las ciudades y los civiles serían las principales víctimas, pero aún faltaban 25 años para que la guerra volviera a pisar suelo europeo.

1920 mostraba una Europa en ruinas, donde los vencedores estaban tan mal como los vencidos, con millones de pérdidas en vidas humanas y toda una generación desaparecida. La economía y el comercio europeo se encontraban por el suelo, y Estados Unidos emergía como la primera potencia militar e industrial de occidente. Las colonias de Africa y Asia por fin sentían que podían ser dueñas de sus destinos, pero invariablemente adoptaron el camino de la modernización forzosa y el nacionalismo extremo. La china de Chan Kai Chek es un ejemplo clarísimo de una modernización impuesta por sobre dos mil años de cultura tradicional.

Volviendo un poco atrás, la gran guerra dejó otra secuela que influiría notablemente en el desarrollo político del mundo moderno. Se trata de la revolución rusa de octubre de 1917. Por primera vez, desde su nacimiento, el movimiento socialista se alzaba triunfante en un país europeo. Sin embargo, lo hacía en un país agrícola, con una protoburguesía incipiente y con niveles de industrialización muy bajos. Ninguno de los requisitos de la teoría marxista se habían cumplido, pero la voluntad de un grupo de revolucionarios profesionales había logrado lo que muchos teóricos de la revolución definían como imposible. Los bolcheviques de Lenin habían dado a luz a una revolución basada en la organización y las disciplina partidaria, que surgía apenas el sistema mostraba alguna fisura, como sucedió con la rusa zarista ante los embates de la primera guerra mundial y la derrota ante Japón en 1905. Los partidos comunistas se desarrollaron en el mundo ante el ejemplo de la naciente Unión Soviética, que representaba el sueño de la nación de obreros proletarios que guiaría una revolución a escala mundial. El movimiento marxista mundial se dividió entonces entre socialdemócratas, socialistas y comunistas, diferenciándose por su nivel de compromiso con la democracia parlamentaria.

La década de 1920 fue la época de la reconstrucción económica y social de Europa, pero también de numerosas confrontaciones entre las nuevas ideas que saltaban a la palestra pública. El sueño del progreso, la democracia y la tolerancia resistía apenas los embates del marxismo de Lenin y especialmente del fascismo. Este último corpus de ideas se alimentaba principalmente del irracionalismo alemán, un anticomunismo feroz y una tremenda decepción ante los resultados de la guerra, especialmente por las compensaciones que debieron pagar alemanes e italianos. El fascismo también reciclaba lo mas nocivo del nacionalismo decimonónico, unido a un darwinismo social de profundo origen racista. Claramente, en 1920 estaban ya delineados los futuros conflictos a escala mundial. Paralelamente, la década de los 20 es también el período donde afloran las ideas del internacionalismo y el pacifismo. La Sociedad de las Naciones fue el fruto de la esperanza en un mundo sin guerra ni conflictos a gran escala; un lugar donde los líderes del mundo pudieran solucionar sus problemas mediante el voto democrático de todos los participantes. Si embargo, el aislamiento de Estados Unidos, a pesar de que el propio presidente Wilson había sido el gestor del organismo, fue la primera señal de su inoperancia. Ello se debía también a que las posibilidades operativas de la Sociedad eran mínimas, y que además se sostenía sobre la buena voluntad de sus integrantes, cosa que el realismo político siempre ha demostrado como ineficaz.

Italia y Alemania veían surgir movimientos fascistas con un profundo odio frente al socialismo y la democracia parlamentaria. Sus líderes eran hombres rudos y alejados de cualquier arquetipo del intelectual ideólogo. Alimentaban a la población con el odio de la derrota en la guerra y con las promesas de imperios expansionistas basados en una supuesta tradición guerrera heredada de los germanos en un caso y de los romanos en otro. Sin embargo, eran tremendamente pragmáticos en su actuar y mucho más preparados que los débiles líderes democráticos que gobernaban sus respectivos países. Además, contaban con el apoyo disimulado de un importante sector de la elite burguesa, temerosa del avance del socialismo y el comunismo o europeo. Se presentaban ante el mundo como la barrera necesaria ante el avance de la naciente Unión Soviética.

Hacia 1925, el mundo parecía recuperarse de las terribles secuelas de la guerra, aunque la mayoría ya no creyese en las promesas del progreso ni de la democracia. Se extendió la idea de que había que vivir al máximo el momento, sin preocuparse de los excesos o el derroche. Los llamaron "Años Locos" por el desenfreno y la relativización de la moral católica y puritana. El existencialismo se convirtió en el prisma desde el cual entender el mundo. Se planteaba que en un mundo tan caótico, lo única posibilidad de ser feliz era desplegar todo el potencial individual, sin importar las consecuencias externas que ello tuviese. El surrealismo se transformó en la expresión estética de estas ideas. Frente al progreso de principios de siglo, ahora se planteaba la desazón y el goce desesperado ante un mundo condenado por la propia acción de los hombres.

La economía se basaba aún en el paradigma decimonónico del capitalismo a ultranza, pero ahora las antiguas colonias ya no se sometían tan fácilmente a unas potencias que aún estaban debilitadas por el esfuerzo de la Gran Guerra. El capitalismo especulativo aún no mostraba su terribles consecuencias. En 1929 el crash puso en jaque a todo el sistema económico mundial, sumiendo en la crisis a potencias como Estado Unidos, Francia e Inglaterra, pero con consecuencias más desastrosas en Alemania.