La raíz del miedo

por Manuel Gárate Ch.

Después de tanto discurso, bombardeo, atentado, y sobre con Anthrax, vale la pena detenerse un momento y reflexionar sobre la causa de tanto temor en occidente.

Claramente los atentados del 11 de septiembre tenían como objetivo mermar la supuesta seguridad de la mayor potencia mundial, e instalar el miedo y la paranoia como un elemento disruptivo en la forma de vida del occidente capitalista. Más que un golpe al cerebro militar o económico de Estados Unidos, se golpeó a la confianza de las potencias mundiales en su tecnología y desarrollo económico. Se demostró que no existe suficiente seguridad cuando hay un enemigo dispuesto a todo, y que además utiliza las libertades del mundo capitalista para atacarlo en aquello que es finalmente el fundamento de su riqueza y crecimiento: la confianza. El peligro ahora puede surgir de aquellos servicios en que confiamos y nos dan comodidad.

Si uno mira fría y desapasionadamente los hechos, el daño físico producido a Estados Unidos no es comparable a un Chernobyl, a un Hiroshima, e incluso a cualquiera de los bombardeos que sufrieron la ciudades alemanas en la segunda guerra mundial. Obviamente 5000 vidas civiles no es algo que se pueda tomar a la ligera, pero en la perspectiva de las guerras modernas, la hambruna y las armas de destrucción masiva, es una cifra pequeña. El problema es que supuestamente esos ciudadanos vivían en una de las ciudades más seguras de mundo, protegidas por el ejército más poderoso del planeta, incluso gobernados por un líder que prometía un escudo antimisiles para evitar cualquier supuesta amenaza de naciones hostiles. Si se me disculpa la analogía, un ciudadano del imperio romano se preguntaría ¿Si Roma no está segura, entonces quién lo está?

Sin embargo, el verdadero peligro estaba en aquello que es parte de la vida diaria de los países del oeste: la libre circulación de personas, mercancías y, paradójicamente, la enorme cobertura medial existente en el país del norte. El atentado a las torres y al pentágono estaba diseñado para la TV, como si fuese un guión de película. Y tenemos miedo porque fuimos espectadores en vivo y no porque lo leímos como pretérito en un periódico. Tuvimos la inenarrable sensación de que las autoridades de defensa de todo el mundo desarrollado sabían tanto como nosotros y que poco podían hacer para evitar lo que ocurría ante nuestra atónita mirada. Eso se llama vulnerabilidad global.

Si el atentado hubiera sucedido en Moscú, hubiese tenido menos repercusión. Más de algún analista de último minuto habría dicho que era un problema interno producto del desmembramiento de la Unión Soviética. Ahora tenemos otra prueba de que la historia es universal y que es muy difícil volver a pensar en conflictos aislados sin repercusiones globales.

Norteamérica recién empieza a asumir lo que los israelitas saben hace mucho tiempo: el estado de guerra es una constante. No hay campo de batalla definido cuando el oponente es el miedo. Un avión, una carta, un vaso de agua, un estornudo. En la perspectiva de infundir terror, todo puede ser un arma. La ética del soldado y del civil se diluye. Bin Laden obliga a todos los judeo cristianos a vivir en estado de guerra, no importando en qué parte de mundo se habite. El ciudadano occidental se aterra ante la perspectiva de abandonar su confianza en los aviones, la correspondencia, la comida, el agua e incluso el aire que respira (algo que la mayoría de las naciones del tercer mundo conoce hace mucho tiempo). La llamada guerra contra el terrorismo nivela, pero hacia abajo. Nos devuelve a nuestro temor más primitivo, supuestamente aplacado por la modernidad: la enorme fragilidad de la vida. Todos son potenciales víctimas, aunque se rodeen de dispositivos de seguridad o vivan al otro lado del planeta. Baste recordar al silente presidente de los Estados Unidos volando en busca de refugio, mientras el país desconocía su paradero.

Si pensamos en las probabilidades de recibir un sobre con Anthrax, incluso en Nueva York, la posibilidad es numéricamente ínfima, pero los medios de comunicación lo amplifican al punto en que sentimos la amenaza como real y cercana. Quizá la culpa no es de los medios. Difícilmente podrían hacer otra cosa sin perder libertades de las que tanto se enorgullece el mundo moderno. Esta es la mayor paradoja: la TV debe seguir transmitiendo, los aviones volando, y la gente en sus oficinas abriendo sobres. Nuestra telaraña informativa nos mantiene al tanto de todo... precisamente lo que buscan los fundamentalistas de todo signo. Saben que un golpe bien cubierto vale más que mil guerras. Mientras tanto la economía mundial sigue cayendo, pues como algunos han dicho en forma sarcástica: es la ciencia de la confianza... y de la incertidumbre.

noviembre 2001