Tiempos geológicos

por Manuel Gárate Ch.

Quienes algo nos hemos adentrado en los embriagadores y profundos laberintos de la historia, sabemos que esta transcurre a diferentes ritmos y niveles, y que por tanto no existen realidades inmutables ni menos supuestos "finales". Podemos leer nuestro pasado centrándonos en la coyuntura, o bien optar por una óptica de largo alcance que nos permita apreciar corrientes de la llamada historia larga. A este tipo de mirada dedico este breve artículo.

Hace algunas semanas, una pregunta de mis compañeros de grupo de estudio me hizo reflexionar respecto a cómo esta época se explica no sólo por su pasado inmediato, sino que en gran medida como resultado de procesos de largo alcance, muchas veces imperceptibles a la mirada del observador del acontecer diario. La pregunta se relacionaba sobre la aparente victoria total del capitalismo desregulado por sobre cualquier otra forma de concepción de las sociedades modernas. Quien habría pensado esto sólo 30 años atrás. Muy pocos lo imaginaron. Sin embargo, pocos advierten que esta supuesta victoria apenas tiene 10 años de vida y ya muestra algunas fisuras, como por ejemplo el -aún desestructurado- movimiento antiglobalización o las mal llamadas turbulencias incesantes de la economía global. Victoria pírrica si es que pensamos en una historia mundial de mediano o largo alcance.

Imposible no pensar en el surgimiento de ideas, modelos e incluso utopías alternativas, a pesar de que algunos se aterroricen ante tal perspectiva. Probablemente esto no signifique el fin del capitalismo, que por lo demás ha demostrado un grado de adaptabilidad notable frente a todas sus crisis, pero sí al menos un equilibrio frente al fanatismo cientificista del llamado pensamiento único, fruto de un consenso del cual la mayoría de los habitantes del planeta no fue consultado. No cabe entonces ni un optimismo delirante frente a este modelo, ni tampoco un pesimismo derrotista respecto del presente. Para los primeros habría que decir que justamente la historia nos enseña sobre el cambio y por tanto la inmutabilidad de las ideas y los modelos no es más que una vana ilusión. Para los derrotistas, la esperanza de que el mundo oscila pendularmente y nadie es capaz de clavar la rueda de la fortuna. Optimistas y pesimistas poseemos visiones e impresiones sobre el futuro, pero la historia nos enseña que pocas veces alguien lo ha podido predecir. Los soberbios de hoy pueden ser los humildes de mañana. Probablemente, si estamos disconformes con el presente, de poco nos servirá saber que en 50 o 100 años más las cosas puedan cambiar. De hecho; nuestra generación con suerte verá algún cambio de dirección.

Pero, desde una perspectiva de la historia larga, ¿cómo sugiero entender el tiempo presente? En primer lugar, considero que nuestro período histórico (especialmente la última década) es bastante parecido a como fue la segunda mitad del siglo XIX. La globalización ya existía desde siglo XVI, cuando los viajeros europeos desplegaron su cultura por gran parte del orbe, aunque sin transformar radicalmente las culturas de los territorios que ocupaban, salvo en América, donde desaparecieron casi por completo en sus formas originales.

El siglo XIX fue una época de aceleración radical de estas transformaciones sobre la base del capitalismo de potencias como Inglaterra y los adelantos en comunicaciones y transportes fruto de la época. El mundo ya era global en 1860, y en 1873 ya se vivía la primera crisis moderna de la economía mundial. Campeaban en esos años las transnacionales, las mismas que explotaban el salitre en Chile, la fruta en Ecuador, los trenes en toda Sudamérica o el algodón y el té en la India y China. El Estado no era un factor económico de peso, pues toda la iniciativa estaba en manos privadas. Un mundo muy semejante al de hoy donde la lucha por los mercados era la máxima de todas las naciones. Se hablaba incluso de un concepto hoy olvidado: el "Capitalismo Manchesteriano", con relación a las condiciones miserables de quienes laboraban en las fábricas de telas de esta ciudad inglesa. Aquel mundo enfermo de soberbia y optimismo en el futuro, vio como sus esperanzas se hacían trizas ante el desarrollo del nacionalismo, la explotación económica del hombre, la primera guerra mundial, y por último la crisis económica de 1929, cuando pareció que la democracia y el libre mercado estaban condenados a desaparecer. En el intertanto, la revolución rusa representó durante casi dos décadas la superación de este modelo. Sin embargo, el capitalismo liberal habría de librar una ardua batalla frente al socialismo centralizado y contra su enemigo de extrema de derecha: el fascismo. Sobrevivió gracias a que desde su centro evolucionó hacia posturas de compromiso social y nacional como fue el llamado estado del bienestar, nacido para demostrar la capacidad de distribuir la riqueza del capital frente al igualitarismo del sistema socialista. Y justamente durante estos años del compromiso (fines de la segunda guerra mundial y mediados de los 70`) fue cuando tuvo sus índices más exitosos en términos de pleno empleo, productividad, crecimiento y seguridad social.

Pero precisamente el triunfo paulatino sobre un agotado modelo de socialismo centralizado dio esperanzas a los viejos baluartes del capitalismo desregulado para volver en gloria y majestad, pero ahora provistos de nuevas herramientas económicas e ideológicas. Eran los neoconservadores, quienes dominaron el escenario de las potencias mundiales desde fines de los 70 y 80`. Mientras tanto, el socialismo real veía pasar sus últimos días hasta derrumbarse definitivamente junto a la URSS en 1991. Es en este instante cuando el capitalismo desregulado siente que ha vencido la batalla de la economía, la política y la filosofía. Sus acólitos anuncian a viva voz el Fin de la Historia, de los conflictos e incluso las guerras. Se habló hasta de nuevo orden mundial. Ahora todos eran liberales, demócratas y pro mercado. Quien no siguiera esta tríada estaba condenado a ser catalogado de nostálgico, estatista o socialista de la vieja guardia. Todos los males de antaño se convirtieron por arte de prestidigitación en esperanzas de la globalización y el comercio internacional.

Pero este nuevo mundo tiende a parecerse demasiado al que existía en el hemisferio norte a fines del siglo XIX, como si el período del socialismo real hubiese sido una anomalía o un interregno de un proceso mucho más largo de perfeccionamiento del sistema capitalista. Pero nada asegura que estemos frente al fin de la historia, o que el actual modelo -exacerbado al máximo- no genere sus propios anticuerpos sociales, políticos y filosóficos, como ya ocurrió en 1914 y 1917. Lo único claro es que el hombre contemporáneo está cada vez menos dispuesto a creer en las promesas de la modernidad, salvo para quienes les reporta un beneficio material directo. Pero ya no hablamos de conversión, sino que de simple conveniencia. Ante tal panorama, probablemente veamos nuevas hecatombes y algunos se preguntarán si el mercado desregulado ha sido beneficioso para la humanidad. Entonces se acordarán del estado, la comunidad, la democracia e incluso de la sociedad civil. Pero será un poco tarde para nosotros. Lo lamento, pero no ocurrirá en esta vuelta.