CHILE DE LAS TRES TRANSICIONES

por Max Larrain

Cuando hablamos de transición no siempre hablamos de lo mismo, sin embargo el término ha sido empleado profusamente no solo en el lenguaje politológico sino también en el político e incluso en el lenguaje coloquial. En Chile debemos distinguir claramente tres tipos de transiciones: la transición económica, la transición política y la transición social.

La transición económica significó el cambio desde el modelo económico desarrollista cepaliano o modelo de sustitución de importaciones (ISI), que predominó desde los años treinta, al modelo capitalista de libre mercado globalizado, el que, con avances y retrocesos, inició su implementación por el régimen militar a partir de la segunda mitad de los años setenta. Este modelo completa su etapa inicial y se consolida en el último quinquenio del gobierno militar para, finalmente, ser sancionado por la mayoría de las fuerzas políticas como el régimen económico que habría de prevalecer durante la democracia que se reinstauraba. Esto constituyó lo que Boeninger denominó el “consenso básico en lo económico”. A grandes rasgos, diríamos que hasta aquí llega la historia de la transición económica.

La transición política, sin embargo, tiene sus peculiaridades. Desde luego, en el caso chileno no parece existir un consenso respecto a su definición como tampoco en cuanto a sus límites temporales. Para la derecha más ligada a Pinochet, la transición política se inició con la vigencia de la Constitución de 1980, es decir el 11 de marzo de 1981 y concluyó con el traspaso del poder a Patricio Aylwin el 11 de marzo de 1990.

Para Edgardo Boeninger, en cambio, la transición política se inicia inmediatamente despues del plebiscito de 1988 y concluye a mediados del período de Aylwin, en 1992, cuando ya no era posible una reversión autoritaria. Por su parte, Andrés Allamand declara que la transición se habría iniciado despues del plebiscito de 1988 y hasta la fecha estaría inconclusa, opinión que es coincidente con la de Luis Maira.

En términos generales, el politólogo argentino Guillermo O’Donnell y el norteamericano Philippe Schmitter, autoridades en la materia, definieron la transición como “el intervalo que se extiende entre un régimen político y otro”, para especificar más adelante : “las transiciones están delimitadas, de un lado, por el inicio del proceso de disolución del régimen autoritario, y del otro, por el establecimiento de alguna forma de democracia, el retorno a algún tipo de régimen autoritario o el surgimiento de una alternativa revolucionaria”. Visto así, nuestra transición a la democracia se habría extendido desde el plebiscito de octubre de 1988 hasta la instalación en el gobierno del Presidente Aylwin en marzo de 1990.

No obstante, esta definición no nos deja satisfechos por cuanto se refiere a una generalización que no da cuenta de las particularidades de la historia de cada caso. Para algunos países del Este de Europa, que nunca conocieron la democracia, la adopción de “alguna forma de democracia” bien puede ser una definición satisfactoria de término de la transición. Pero para el caso de Chile, con una tradición republicana y democrática que constituye la regla y no la excepción, no nos puede conformar el regreso a “alguna forma de democracia”, sino, por lo menos, el regreso a la democracia que nos rigió hasta septiembre de 1973, bajo la Constitución de 1925. Este ordenamiento constitucional más consensuado, aunque imperfecto, era lejos más democrático que el que actualmente nos rige.

La Constitución de 1980, de inspiración hayekiana y profundamente influida por el entorno de Guerra Fría de su época, establece un régimen democrático restringido y contiene elementos que prorrogan una estructura política que fue diseñada bajo un criterio de seguridad nacional, aspecto que se materializa en el rol que se le asigna actualmente a las fuerzas de defensa y a la policía como garantes de la institucionalidad, entre otras funciones políticas. Disposiciones ajenas al concepto de una democracia desarrollada.

Por otra parte, la Carta de 1980 establece instituciones y mecanismos capaces de deformar e incluso revertir decisiones tomadas por los legítimos representantes de la ciudadanía. Nos referimos a la institución de los senadores designados, el Consejo de Seguridad Nacional y el Tribunal Constitucional, entre otras instancias y mecanismos que no estaban contemplados en la Constitución de 1925 vigente en 1973, o si lo estaban, como el Tribunal Constitucional, tenían una conformación y atribuciones tales que no afectaban el libre ejercicio democrático.

Por lo tanto, nuestra memoria histórica no nos permite aceptar cualquier forma de democracia como sustituto a la democracia que se derrumbó con el bombardeo de La Moneda en 1973.
No obstante, esta transición política puede llegar a su término una vez que se concuerden las bases para eliminar los residuos del período autoritario.

La transición social es muchísimo más complicada que las dos anteriores, por cuanto contiene elementos objetivos y subjetivos de mayor y más durable gravitación. Aquí se incluyen aspectos como la violencia política, las lecciones históricas, los derechos humanos, la impunidad y la justicia, el perdón y la reconciliación. Se comprenderá que esta no es una transición que tiene fecha definida de inicio ni de término, por lo que no puede estar sujeta al voluntarismo de la élite política. Esta transición no podrá ser concluida como resultado de un pacto político o un decreto gubernamental de punto final.

Es en esta perspectiva que el gobierno del Presidente Lagos ha dejado en manos de la propia institucionalidad y el estado de derecho su solución. La que podrá demorar mucho tiempo y no estará exenta de situaciones conflictivas, las que hasta ahora han afectado solamente a la clase política, en cambio han dejado frío a la inmensa mayoría del país. Aquello de que la “sociedad chilena está muy tensionada” como lo afirman políticos de derecha, no pasa de ser una apreciación subjetiva bastante alejada de la realidad. Por otra parte, la derecha pinochetista debiera también abandonar la pretensión de escribir la historia a su voluntad. La dictadura de Augusto Pinochet ha pasado a ser un caso paradigmático para la historia universal y el veredicto de la sociedad mundial, aunque sólo se conoció masivamente en Chile a partir del incidente de Londres, ya había sido establecido hacía tiempo. Ningún tecnicismo jurídico podrá revertir esta verdad.

El haber centrado el problema de las violaciones a los derechos humanos en los detenidos desaparecidos, a través de la Mesa de Diálogo, no significa en ningún caso que, encontrados los cuerpos, el tema esté solucionado. Esta particularización del asunto ha llevado a creer a la derecha y también a algunos políticos ligados al oficialismo, que la violación a los derechos humanos durante la dictadura afectó sólo a un núcleo minoritario de la sociedad chilena. Sabemos que no es así. Miles de compatriotas sufrieron la prisión, la tortura y las vejaciones, las exoneraciones y el exilio, un castigo perenne que ha llevado a la separación y al desarraigo a otros miles de familias chilenas.

Por todo lo anterior, no cabe más que calificar de frivolidad, rayana en la sicopatía, a la pretensión de dar término a la transición social mediante un acuerdo político cupular.

Espero que el gobierno de Ricardo Lagos, en quien muchos han depositado su confianza para guiar al país por un sendero de ética y de justicia, no se “preste para ninguna lesera” ( como diría Onofre) que ponga en riesgo el logro de los objetivos de verdad, justicia y reparación.

Diciembre de 2.000
GRUPO PROPOLCO