Dinastías en política

por Manuel Gárate Ch.

Continuamente estamos expuestos a escuchar sobre todo tipo de amenazas y peligros que rondan al sistema democrático, especialmente en Latinoamérica. Sin embargo, convivimos con uno que ya se nos ha hecho tan natural, que casi no lo notamos. Nuestras repúblicas están enquistadas de pequeñas dinastías, las cuales continuamente disputan el poder bajo el alero de un supuesto prestigio de familia, o bajo la sombra de un antiguo líder a quien prácticamente le deben todo su capital político.

Históricamente, la creación de la democracia contemporánea tuvo su razón de ser en el fin de las monarquías y de las aristocracias por herencia. El símbolo de la nueva era sería la meritocracia, tanto política como monetaria. La capacidad individual sería el nuevo capital político y la virtud -por excelencia- de los nuevos líderes de la modernidad. A pesar de lo anterior, en nuestro continente daríamos una nueva y sui generis interpretación a esta doctrina.

En Chile, el problema es de antigua data, pero sólo en los últimos años ha alcanzado un nivel preocupante. Los casos de los apellidos Frei y Alessandri son un digno botón de muestra de lo que intento explicar. No está en mi interés el atacar personalmente a estas familias, pero claramente se evidencia una decadencia en los vástagos de ambos grupos, al punto que en muchos casos se hacen irreconocibles respecto a los “padres fundadores”. Y no es que estos últimos sean luces en el firmamento que encandilen por su estampa y gobiernos impolutos, pero indudablemente se construyeron a sí mismos gracias a sus propios esfuerzos y luchas en la arena política.

Es conocida, por todos aquellos que en algo valoran el estudio de la historia, la pérdida de capacidad intelectual que sufrieron todas las dinastías hereditarias desde los antiguos faraones egipcios hasta los actuales borbones, pasando por las consabidas deformidades y enfermedades mentales de los Habsburgo. Sin embargo, tal proceso era el fruto de una decadencia genética debido a la endogamia y la ausencia de variedad en los genes familiares, proceso que se hacía patente tras varias generaciones de uniones entre parientes. El daño producido obviamente repercutía en las labores de gobierno y administración de Estado, aunque contenidas por el simbolismo y el aura de solemnidad propia de la figura monárquica. En estricto rigor, el país podía seguir funcionando en forma autónoma, pues las decisiones del monarca, en caso de sufrir este alguna merma intelectual, podían ser filtradas por el mismo aparato burocrático del Estado.

La modernidad, por definición, se manifestó contra esta práctica, reemplazando el honor hereditario por las capacidades del individuo como tal, lo que no implicaba en absoluto su descendencia. En tal sentido, nuestra sociedad chilena parece, una vez más, preferir una forma híbrida: en parte deudora del pasado, y en parte atraída hacia la modernidad. Uno se pregunta con razón, a qué se debe que un apellido implique inmediatamente la garantía de un buen gobierno ¿Basta invocar el recuerdo de la gente para instalar en el poder una oscura sombra del líder original? Y aún si el vástago heredase tales capacidades, ¿es saludable para un país y para una democracia que esto implique de inmediato un capital político asegurado?

Personalmente pienso que no, y más aún, a diferencia de las antiguas dinastías, actualmente un liderazgo mediocre sí influye directamente en los destinos de un país, y peor todavía, puede hipotecar su futuro por décadas. Nuestras sociedades hipermediatizadas son extremadamente sensibles a las capacidades del líder o de los líderes políticos, al punto que se hace cada vez más difícil crear simples imágenes para convencer al electorado. Aún más, el excesivo personalismo del régimen presidencial chileno deja en evidencia cualquier limitación del gobernante, especialmente en momentos de crisis.

Esto último, pienso, es lo que sucedió con el gobierno del presidente Eduardo Frei Ruiz Tagle, quien se vio sobrepasado por una serie de problemas que jamás pensó enfrentar al momento de aceptar ser candidato a presidente en 1993. Su historia es bastante curiosa, pues quien poseía parte del capital político del padre era su hija Carmen, quien incluso había sido preparada por Eduardo Frei padre en los vericuetos de la política durante su mandato presidencial (1964-1970). Sin embargo, su hermano, quien había rehuido el mundo de la política y para la cual no tenía grandes dotes, heredó el mayor capital político que alguien pueda imaginar en Chile: el nombre de pila del padre. Sólo esto bastaba para catapultarlo a la máxima magistratura del país, y de paso sacarlo del mundo de la ingeniería y los negocios privados, donde sí había tenido éxito. El resultado fue un candidato inventado; prácticamente sin capacidad de oratoria y discurso político, quien sólo podía triunfar por la inercia de un nombre poderoso, una senaturía asegurada y por las circunstancias económicas que vivía el país en ese momento. Sin embargo, no todo podía solucionarse entre bambalinas, y sólo cabía esperar que su mandato se viera libre de grandes problemas políticos y económicos. Siendo así, el plan funcionaría e incluso se podría aspirar a un futuro mandato en el año 2006. En fin, apostar a que el velero siempre tuviera viento de popa.

El viaje parecía concluir con un éxito rotundo: un presidente que no creaba ni enfrentaba conflictos; con cifras azules en economía; con ministros que gobernaban en subsidio y proyectando la imagen de una sociedad reconciliada con su historia. Pero como todo cuento de hadas, no podía durar demasiado y la política mide a sus gladiadores justamente en los momentos difíciles. La crisis económica golpeó duramente a Chile en 1998, agravado por el fundamentalismo de las autoridades económicas de Hacienda y el Banco Central. Al mismo tiempo, la interminable transición política era sacudida por la detención de Augusto Pinochet en Londres, tema que incomodaba tremendamente al presidente Frei y sus asesores: incapaces de controlar a la oposición y al mundo castrense. Esto los obligó a asumir una defensa anquilosada de la soberanía nacional por sobre la defensa internacional de la justicia y los derechos humanos. Todo lo anterior sin mencionar el reciente y lamentable episodio de las indemnizaciones millonarias a algunos ejecutivos VIP de su administración.

De la familia Alessandri, no mucho queda por decir. Indudablemente Jorge, un buen administrador, heredó cierta estatura de su padre Arturo (El León de Tarapacá), aunque obviamente sin este apellido difícilmente habría logrado ser Presidente de la República. Sin embargo, el último representante de la familia a una candidatura presidencial, que ni siquiera vale la pena recordar, fue realmente un oscuro remedo de su legendario tío: una creación política de última hora para enfrentar al apellido Frei. En síntesis, un duelo de dinastías añejas, que ni siquiera debieran ser tales. La trayectoria política no se hereda, ni los valores de las ideas son patrimonio de una familia. Es de esperar que los chilenos comprendamos esto, aunque diariamente se hace evidente que no se puede seguir girando a cuenta del capital de los muertos. Resulta divertido que esto se estire hasta el punto de que la nuera de un antiguo líder pretenda seguir aspirando al poder a costa del mismo apellido.

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