A LA HORA SEÑALADA

por Max Larrain

Que Chile es un país dividido no constituye ninguna novedad. Probablemente lo estará por muchos años más, así como también lo estuvo en su historia pasada: o’higginistas y carreristas, balmacedistas y congresistas, por nombrar los casos que me vienen a la memoria. Esas generaciones jamás llegaron a entenderse. Dudo que nosotros lo logremos. Existe, lo que mi amigo Fernández llama, una “cesura lógica” aparentemente insalvable.

Para los pinochetistas, si bien ahora reconocen los crímenes cometidos durante el régimen militar, los excusan aludiendo al “contexto histórico” en que se dieron los acontecimientos. Se intenta forzar una especie de empate moral. Pero se equivocan, en primer lugar, porque se actuó con una inmensa desproporción de medios en contra de lo que consideraron una amenaza hacia sus estilos de vida, sus propiedades y aún su integridad física. En segundo lugar, justifican el golpe militar porque, según ellos, “íbamos hacia el caos”, es decir, no es que estuviéramos en el caos mismo -este mal informe e indefinible- sino que, supuestamente, nos encaminábamos hacia allá. Luego, no se trataba de una realidad concreta, sino de una posibilidad.

Otro mérito que le asignan al golpe militar es el “haber impedido la instalación de una dictadura comunista”.
El mismísimo Allamand lo dice en su “travesía del desierto”, para luego, poco menos que a renglón seguido, contar que en la noche del lunes 10 de septiembre de 1973 participaba en una “franja que le asignaba espacio, por cadena obligatoria, a los distintos partidos políticos en televisión”. No obstante, él, como muchos otros, percibía que la sociedad se movía hacia una dictadura comunista, por lo tanto justificaba el golpe militar, el quiebre constitucional y el derrumbe de la democracia.

Estas y otras argumentaciones no logran aprehender la verdadera base moral en la que descansa la legítima defensa, en donde la amenaza inminente y la proporción de los medios para conjurarla son requisitos fundamentales para que el acto sea moralmente aceptable. Sería como justificar que un pasajero de un bus repleto de gente le descerrajase un tiro al chofer, porque, según su sentir, en su alocada carrera ponía en peligro de muerte a todos ellos.

En esos días la emocionalidad y la visceralidad reinaban a sus anchas. No dejaron espacio para el juicio sereno ni la reflexión. Mucho menos para el análisis honesto de la situación. Faltó temple, y lo que fue peor, faltó entre quienes teníamos la obligación de poseerlo. Los que en aquellos instantes estábamos juramentados para obedecer la legalidad vigente, no teníamos motivo alguno para sentirnos amenazados. Ningún ponchudo barbón cantando “no nos moverán” podía constituir una amenaza seria para los poderosos carros de combate y naves de guerra, ni siquiera si es que hubiese tenido la mala idea de cambiar su guitarra por un fusil. Sin embargo, sufrimos dudas ajenas, miedos prestados; situación que algunos temerarios aprovecharon para embarcar a las instituciones armadas en “una aventura que tarde o temprano lamentarían”, como se lo expresé al Almirante que pedía mi retiro en septiembre de 1973.

En fin, yo creo que le ha llegado la hora a Pinochet. Desde su detención en Londres, qué duda cabe acerca de la magnitud de la condena que en todo el mundo existe hacia su “gesta de liberación”. También la opinión pública nacional, incluidos los que negaban estos hechos, empieza a formarse un cuadro más claro respecto de los horribles crímenes perpetrados.

De nada sirven los éxitos económicos que se verificaron en los últimos cinco años de la dictadura, antecedente que se quiere presentar a modo de compensación. Ningún progreso económico puede contrapesar las horribles violaciones a la integridad y la dignidad humanas ocurridas en el período 73-89.

La mesa de diálogo podrá continuar con su gestión, enhorabuena. Pero no llegaremos muy lejos si no logramos, con el temple que alguna vez faltó, saltar por sobre esta “cesura lógica”, reconocer nuestras debilidades argumentales y, de esta manera, torcerle la mano al destino histórico de una nación dividida.

Mayo 2.000