NUESTRA DEMOCRACIA CONSENSUAL

por Max Larrain

Cuando se intenta reconstruir la génesis de nuestra democracia actual, nos encontramos con que las primeras ideas surgieron a partir de los análisis académicos realizados en el seno de las diferentes organizaciones no gubernamentales que funcionaron en Chile desde fines de los setenta y principios de los ochenta. Muchos de estos think tanks se dieron a la tarea de tratar de explicar las causas que llevaron al quiebre institucional de 1973. Por lo general, se llegó a la conclusión de que este fue el resultado del apogeo de la polarización política e ideológica que había comenzado a gestarse en las décadas precedentes. Este análisis tendió, por una parte, a marginalizar el rol de los grandes conflictos sociales no resueltos, originados por las desigualdades y por otra parte, a ignorar los efectos de la intervención extranjera en la exacerbación de los conflictos políticos, sociales y económicos durante el gobierno de la Unidad Popular. En otras palabras, se quizo dar a la crisis política y al quiebre institucional de 1973 el carácter de insoluble e inevitable, respectivamente.

Personalmente no concuerdo con esta interpretación. La caída de la democracia en Chile tiene, a mi juicio, actores de carne y hueso que en un determinado momento se encontraron en la encrucijada de definir su lealtad, bien hacia el régimen democrático o bien hacia sus intereses partidistas o personales de más corto plazo. Digo esto, porque supongo que, dentro de toda la visceralidad que caracterizó al comportamiento de los actores en esos meses, habrán tenido un momento de lucidez para entender que el derrocamiento del gobierno de Allende significaba automáticamente el quiebre definitivo del régimen democrático consagrado en la Constitución de 1925.

Me parece muy pertinente la aproximación analítica de Juan J. Linz que explica el quiebre del régimen, en términos generales, como un resultado de la interacción que se experimenta al interior de las élites políticas entre las lealtades, semilealtades y deslealtades hacia la democracia.
En el caso chileno este juego tuvo su correlato en el seno de las fuerzas armadas entre constitucionalistas, institucionalistas y golpistas. En ambas esferas los últimos crecieron en desmedro de los primeros.

A partir de la mencionada conclusión, en que al conflicto se le atribuye un origen fundamentalmente basado en la polarización política e ideológica, es que se intentó definir una modalidad de régimen democrático futuro apuntado a erradicar o, a lo menos, disminuir el conflicto. Nació entonces la idea de la "democracia de los acuerdos", que por un lado se orientaba a la búsqueda de acuerdos y consensos entre los actores políticos privilegiados, y por otro lado intentaba la despolitización y desideologización de las organizaciones de base y asociaciones intermedias.

Nuestra muy criolla tendencia a buscar referentes externos para validar nuestra institucionalidad y prácticas políticas, llevó a algunos académicos a encontrar en las investigaciones de Arend Lijphart, sobre "democracias de consenso", el marco teórico adecuado. Sin embargo, Lijphart considera este tipo de democracia como aplicable "especialmente en sociedades plurales -aquellas que, por motivos religiosos, ideológicos, lingüísticos, culturales, étnicos o raciales están profundamente divididas en subsociedades virtualmente separadas, con sus propios partidos políticos, grupos de presión y medios de comunicación- (donde) se carece de la flexibilidad necesaria para una democracia mayoritaria".

El investigador se refiere a sociedades de países como Suiza y Bélgica, en las que se dan marcadas fisuras de orden lingüístico y religioso, incluso fisuras étnicas y culturales. No se necesita ser cientista político para intuir que este no es el caso de la sociedad chilena, en el que los clivajes se producen a partir de las diferentes condiciones socioeconómicas -la verdadera fuente de los conflictos en nuestro país- y cuyo carácter puede ser perfectamente mutable si se aplican las políticas distributivas adecuadas.

La idea de imponer desde las cúpulas un modelo de democracia de consenso, por oposición al modelo westminster de democracia -el de mayoría- obedeció más bien al deseo de institucionalizar las notables asimetrías de poderes y privilegios que marcan a nuestra sociedad.

La teoría de la democracia consensual se caracteriza por otorgar una sobrerrepresentación a las minorías, que en el caso de los países nombrados se encuentra justificada ya que los segmentos sociales desarrollan el ejercicio democrático dentro de sus sectores y, por lo general, dan pleno apoyo a los líderes que representan sus intereses. En Chile, se daría el caso si se quisiera discriminar positivamente a la etnia mapuche, otorgándoles una forma de representación más significativa. Pero no sería lógico otorgar privilegios de carácter político a minorías cuyo ejercicio llevaría precisamente a profundizar las fisuras socio-económicas, como sería el caso de la minoría empresarial. Como tampoco sería dable garantizar institucionalmente privilegios de poder a mayorías religiosas o minorías militares, sin vulnerar severamente el carácter democrático de la sociedad.

Está claro que esta idea de imponer un modelo de democracia consensual nació en el seno de las fuerzas opositoras al régimen militar a mediados de los ochenta y se manifiesta en el Acuerdo Nacional de agosto de 1985 primero, y luego en el documento denominado Bases de Sustentación del Régimen Democrático de septiembre de 1986. Como se sabe, este modelo no sólo se impuso al sector concertacionista sino que también a buena parte de la derecha.

Una vez instaurado el primer gobierno de la Concertación, sus representantes principales en el área política y económica, en general los mismos intelectuales y dirigentes que habían defendido la idea de concertación y de democracia de consenso, no harán sino confirmar que este modelo configura la matriz básica de las políticas del período de transición, e incluso del proyecto de más largo plazo.

Este régimen, que se caracteriza por concentrar la decisión política en las élites del aparato burocrático, de los partidos y del aparataje institucional en general, incluidos los militares, no deja espacios para la actividad de bases, aislando así a la política de la vida cotidiana. El ejercicio monopólico de la política por parte de estas élites no produce más que apatía, desinterés y desencanto en vastos sectores de la sociedad.

A mi juicio, era deseable que el candidato presidencial de la Concertación hubiese centrado su campaña en el sentido de ofrecer a esos amplios sectores la posibilidad de insertarse en el juego participativo, haciendo ver que, en una verdadera democracia, existe un claro nexo entre los afanes de su vida diaria y la política.
Noviembre de 1999