¿QUIÉNES AMENAZAN LA GOBERNABILIDAD?

por Max Larrain

La crisis eléctrica, cuyas consecuencias la gente ha debido soportar durante más de medio año, plantea aspectos de fondo que cuestionan las bases mismas del modelo de sociedad de libre mercado que se ha impuesto al país. El reducido poder del Estado deja de manifiesto un problema que muchos creyeron apuntaba en otra dirección. Me refiero a la gobernabilidad.

Por lo general, se han asociado los problemas de ingobernabilidad a la insuficiencia del Estado para enfrentar conflictos provocados por la sobrecarga de demandas y expectativas creadas e incubadas por las masas y dirigidas hacia el Gobierno.
De acuerdo a un planteamiento neoconservador liderado, entre otros, por Daniel Bell y Samuel Huntington, el Estado responde a estas demandas con la expansión de sus servicios, provocando una crisis fiscal. Para Habermas las crisis de gobernabilidad se manifiestan, de un lado como una crisis de legitimidad clásica y del otro lado como una crisis de racionalidad, donde la burocracia no hace compatibles, o no es capaz de manejar correctamente los mecanismos de control que le exige el sistema democrático.

Aparece claro que la Constitución de 1980 se orientó a crear los mecanismos para asegurar la gobernabilidad en consideración a su definición más ortodoxa, al mismo tiempo que se imponía un régimen económico liberalizado y desregulado, restándosele al Estado las herramientas para ejercer un rol controlador necesario para la preservación del bien común.

Bajo estas circunstancias es que la gobernabilidad parece verse más amenazada en estos dias por un empresariado reacio a ponerse a la altura de las responsabilidades que la clase político-militar (no la ciudadanía) le entregó, cuando traspasó desde el Estado al sector privado el monopolio natural de la energía eléctrica, enfrentándose a un Estado carente de los instrumentos legales adecuados. Sin embargo, debemos reconocer que también estamos en presencia de un liderazgo político que no fue capaz de imponer oportunamente las medidas necesarias para velar por el bienestar de la comunidad.

En el origen de la crisis eléctrica, ya en septiembre de 1998, cuando el déficit energético era evidente, la autoridad, a través de la Comisión Nacional de Energía, confeccionó un decreto de racionamiento, el que nunca fue aplicado. Se trató por todos los medios de evitar declarar a Endesa como empresa deficitaria, con lo que se debía decretar el costo de falla, lo que obligaba a la generadora a comprar energía a casi tres veces el valor normal de mercado, con el fin de cumplir el compromiso con los usuarios. No ocurrió así. Las hidroeléctricas habían recurrido al Ministerio de Economía para librarse del mencionado costo. Cuando en marzo pasado la autoridad resolvió que la norma era aplicable, la medida no se ejecutó, por la acción de Endesa ante los tribunales, entre otros motivos.

Pero el caso de las eléctricas no es el único que demuestra la debilidad del Gobierno frente al poder corporativo.

En el sector del transporte colectivo de la capital, no ha sido posible para la autoridad implementar las medidas, ya decretadas, que exigen a las empresas dotar de cobradores automáticos a los microbuses. El empresariado del transporte simplemente no ha dado cumplimiento al mandato gubernamental.

En otro sector, los estamentos militares hacen alarde de autonomía, realizando actos solidarios, de velado contenido político, en recintos fiscales. Se realizan seminarios para la oficialidad con el objeto de difundir versiones político partidistas de la historia reciente de la nación.
Todo esto bajo el forzado beneplácito de una autoridad civil que parece batirse a la defensiva ante los múltiples problemas que enfrenta el país. Es así como el Gobierno bautizó, ex-post, la reciente deliberación castrense como "deliberación conducida" , haciendo gala de eufemismo y juego de lenguaje. Conducida o nó, la deliberación castrense está claramente prohibida, de acuerdo al artículo 90 de la Constitución.

La ciudadanía parece acostumbrada o resignada a vivir en un ambiente de conflictos no solucionados, los que pasan desde el potente foco de los medios de comunicación a la obscuridad del olvido, como Derechos Humanos, Colonia Dignidad, Operación Océano y otros.

Para el caso del conflicto mapuche, es decir, una amenaza desde el otro flanco, el Estado cuenta, desde luego, con las herramientas jurídico-políticas (ley de seguridad interior, fuerza pública) para reprimir cualquier amenaza a la gobernabilidad. Esto también es válido para el conflicto portuario.

Lo lamentable de la situación radica en que, al desmedrado poder del Estado se le agregan mayores reducciones de sus recursos, como si se tratara de un destino ineluctable, a tal punto, que da la impresión que los gobiernos de la Concertación han debido adoptar actitudes de justificación ante la derecha por la dilatación del proceso de privatizaciones.

A pesar de la amarga experiencia que ha significado la entrega de un servicio público estratégico a la dependencia de un monopolio transnacional, la clase política no parece estar dispuesta a detener otros proyectos privatizadores como los puertos y las sanitarias. En este caso estaríamos entregando el agua de beber de los chilenos a la voluntad del capital transnacionalizado. Todo esto bajo el supuesto que la modernización (palabra talismán), es sinónimo de privatización y jibarización del Estado.

Se podrá argumentar que el efecto nocivo del monopolio es asunto que puede arreglarse mediante las regulaciones adecuadas. Sin embargo, el punto es que , tan pronto surgen las iniciativas legales para regular el comportamiento de los monopolios, aparecen también las reacciones antirregulativas, normalmente obedientes a una ideología libremercadista acérrima, cuando no obedientes al poder económico afectado. Sus voceros amenazan con negar los quórum en la Cámara Alta, e incluso con recurrir a lo que consideran la última instancia de la defensa del modelo: el Tribunal Constitucional.

En un régimen político presidencialista como el nuestro, es esencial la acción de un parlamento fuerte y representativo de la sociedad civil con el objeto de balancear poderes.
No obstante, la ciudadanía se encuentra ausente del debate público y mayoritariamente no parece sentir representada su opinión en los partidos políticos con acceso al parlamento, en muchos casos por falta de solidez doctrinaria de sus representantes (ya nos hemos acostumbrado a posiciones encontradas entre miembros de un mismo partido en cuestiones básicas) lo que resta legitimidad a los acuerdos, y en última instancia termina por debilitar la gobernabilidad.

En conclusión, un Gobierno que acumula conflictos, sin dar soluciones adecuadas y oportunas, sumado a un sistema político basado en una Carta Fundamental de dudosa procedencia, es decir, inconsulta, dejan de proporcionar los dos tipos de elementos, que, interrelacionados, proveen la base de la gobernabilidad: la eficacia del gobierno y la legitimidad del sistema político.

Mayo 1999