¿Qué persigue el llamado "pensamiento único"?

por Manuel Gárate Chateau.

Durante años hemos venido asistiendo a un constante bombardeo de ideas en cuanto al papel del Estado en una democracia moderna. Sin embargo, esta disyuntiva nace sólo cuando las fuerzas neoconservadoras - a partir de la caída del comunismo soviético y la crisis identitaria de las izquierdas occidentales- acentúan su ataque contra el Estado. Este representa todos los males de un pasado politizado e ineficiente (de políticos y no especialistas). Se trata del mismo Estado que el liberalismo ayudó a crear desde el siglo XVIII, y que ahora se encuentra en el ojo del huracán de los defensores del "libre mercado".

Surge de inmediato la consecuente pregunta: ¿qué representa el Estado moderno para los portaestandartes de la llamada "sociedad libre"?

Hoy -más que nunca- es necesario dejar de lado la ingenuidad y candidez de las aparentes buenas intenciones que se esconden tras una ideología con ropajes de cientifismo cuantofrénico. Las propuestas de disminución del tamaño del Estado, de privatización creciente de sus empresas y baja del gasto público, apuntan a un objetivo de largo plazo pocas veces apreciado por nuestra miope clase política. Nuestro vapuleado Estado occidental moderno es el resultado histórico del desarrollo intelectual del liberalismo, el nacionalismo decimonónico, pero especialmente -a lo largo del siglo XX- de la incorporación de la clase media y los sectores populares a cuotas importantes de poder político y participación en la economía. Conquistas de la humanidad que -no debe olvidarse- costaron muchas vidas y sacrificios. La denominada "nefasta" burocracia estatal y la "promoción popular" no son otra cosa que fieles representantes del ascenso de estos nuevos grupos a estos espacios de poder. Plantear que el Estado debe ser sólo un ente regulador o fiscalizador al servicio de las empresas y del "marketing país" es -finalmente- proponer la destrucción de estas conquistas fruto del sufragio universal y las luchas sociales.

El Estado democrático es -a falta de algo mejor inventado hasta hoy- la mejor posibilidad de ascenso social, educación y salud para los sectores mayoritarios de la población, pero más importante aún, la única posibilidad de decisión política frente al poder económico, cada vez más concentrado en pocas manos y fagocitando áreas estratégicas de la economía nacional. El verdadero enemigo del neoconservadurismo liberal no es entonces el Estado en sí mismo, sino aquello que está en su origen, es decir, la política (concepto denostado hasta el cansancio -y con éxito- por quienes desconfían profundamente de la democracia). Los seguidores de esta ideología plantean el absurdo de una democracia sin política (o políticos), algo así como un pollo arverjado sin arvejas. Se trata finalmente de una fachada democrática (que atrae la inversión extranjera), pero que anula la capacidad política de la mayor parte de la población sin poder económico. El artificio funciona porque se mantiene el sufragio universal, el parlamento, las elecciones regulares y las campañas políticas, pero quienes llegan al "poder" realmente no lo tienen, y se ven obligados a administrar un Estado mínimo, que más parece una agencia de publicidad que un espacio de ejecución de políticas sociales.

La ideología neoconservadora plantea la ineficiencia del Estado empresario, de la política y de los políticos. El Estado no debe poseer empresas, ni siquiera en áreas tan sensibles como los servicios sanitarios o las obras públicas (que pronto dejarán de serlo). Sólo de esta manera -dicen- el Estado puede dedicarse a lo que realmente le corresponde (salud, educación, relaciones exteriores y seguridad ciudadana), disminuyendo gasto público que se pierde en exceso de empleos sobrevalorados, corrupción y subsidios innecesarios. Esto permitiría bajar progresivamente los impuestos y generar condiciones ideales para el crecimiento económico. Pero resulta que ahora estos mismos sectores -al menos en Chile- plantean que pueden hacerse cargo de la educación y la salud, siempre que el Estado les pague por medio de bonos entregados a las personas. ¿Qué queda entonces para el castrado Estado? (pido perdón por la rima de mal gusto). Economistas y acólitos del "pensamiento único" no dudan en otorgar un papel clave al Estado como árbitro de los intereses entre privados (poder judicial) y guardián de las fronteras nacionales, en otras palabras, en una especie de cuerpo protector de las "fuerzas vivas" de la nación que no son otras que las del gran capital privado.

Me pregunto entonces: ¿qué interés podría tener una persona en votar por políticos que acceden a comandar un Estado que ya no es dueño de nada, que administra y no gobierna, y que -para colmo- resguarda los intereses de otros?¿Qué influencia puede tener este Estado en su vida si ya no lo protege? La política pierde así todo sentido. El problema no es de apatía, de falta de ideales o de corrupción en la política. El tema es el pretendido fin de la política y su reemplazo por la administración tecnocrática sin poder real. El fin de la política es también el fin de la democracia como hoy la conocemos, y lo más paradójico de todo, a manos de fuerzas que se hacen llamar liberales. En aras de la libertad económica cambiamos un monstruo de una cabeza (el Estado) por innumerables monstruos de mil cabezas que gobiernan sin rostro ni escrúpulos. Ya hemos visto como los destinos de nuestras pensiones y de la energía eléctrica chilena se apuestan en España y esto es sólo el comienzo...

Atacar la política no es atacar al político corrupto (como pretenden hacerlo ver algunos medios de comunicación), sino al principio de representación mayoritaria que ella supone. Es negar el poder del individuo sin más ciudadanía que el haber nacido en la polis. Es volver a una época donde sólo los grandes propietarios decidían. Hay que reconocer, sin embargo, la excelente estrategia del neoconservadurismo para propagar sus ideas. Su ataque no es directo contra el sufragio universal, ni la democracia (que dicen defender tanto como el mercado), sino que es más sutil pero no menos efectivo. Su blanco es el fuerte Estado mesocrático surgido en el siglo XX, y que constituye la única verdadera herramienta de las mayorías para conseguir cambios económicos y sociales. El sufragio es sólo un medio que se vuelve impotente sin un ente que haga efectiva su decisión. Sin embargo, el máximo triunfo del "pensamiento único" lo constituye el hecho de que no necesita estar en el poder para que sus ideas se impongan, pues las -aún desorientadas- fuerzas "progresistas" se encargan perfectamente de ello. Ese es nuestro Chile de hoy.