ANÁLISIS CRÍTICO DEL CONSENSO DE WASHINGTON.

Por Max Larraín (21-09-04) 

El origen del nombre 

El “Consenso de Washington” debe su nombre al economista inglés John Williamson, quien a fines de la década de los 80 se refirió así a los temas de ajuste estructural que formaron parte de los programas del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo, entre otras instituciones, en la época del re-enfoque económico que siguió a la crisis de la deuda desatada a principios de la década. Algunos se refieren a este acuerdo como la “Agenda de Washington”, otros como la “Convergencia de Washington” y unos pocos la denominan “Agenda Neoliberal”. 

¿Quiénes conforman el consenso de Washington? 

Aparte del Banco Mundial y el BID, conforman el consenso de Washington altos ejecutivos del Gobierno de EEUU, las agencias económicas del mismo Gobierno, el Comité de la Reserva Federal, el Fondo Monetario Internacional, miembros del Congreso interesados en temas latinoamericanos y los “think tanks” neo-derechistas dedicados a la formulación de políticas económicas que apuntan a forzar cambios estructurales en Latinoamérica.[1] 

Desde luego, este consenso de Washington no representa una sola opinión prevaleciente, sino que se compone de acuerdos básicos en materias macroeconómicas pero que incorpora diferentes matices. 

Las recomendaciones y/o exigencias del Consenso 

John Williamson convocó a una cincuentena de economistas de varios países a un seminario que se realizó el 6 y 7 de noviembre de 1989 en la capital federal y que tuvo por finalidad analizar los avances alcanzados y las experiencias obtenidas de la aplicación de las políticas de ajuste y de reforma estructural impulsadas al inicio de la década por los organismos y agencias que componen el Consenso. En aquella oportunidad, Williamson intentó sintetizar las diversas ponencias que se presentaron por los paneles, obteniendo un listado de una decena de instrumentos de política económica, en las cuales se verificó un razonable grado de acuerdo. Entre estas: 

(1)   Mantenimiento de la disciplina fiscal. No más déficit fiscal. Presupuestos balanceados

(2)   Garantía a los derechos de propiedad

(3)   Prioridades en el gasto público: infraestructura, salud, educación

(4)   Reforma tributaria: ampliar la base tributaria y tasas marginales moderadas

(5)   Tasas de interés real positivas y fijadas por el mercado

(6)   Tipo de cambio real competitivo que favorezca al sector exportador

(7)   Política comercial abierta con aranceles moderados

(8)   Incentivo a la Inversión Extranjera Directa

(9)   Régimen de privatizaciones

    (10)  Desregulación: reducción de las barreras burocráticas

Donde los supuestos fallan: el caso argentino  

Las políticas económicas que Washington impulsa sobre el resto del mundo se pueden resumir, a grandes rasgos, como políticas macroeconómicas aparentemente prudentes, de orientación hacia afuera y de capitalismo en su versión de libre mercado. El supuesto sería que aquello que es bueno para Washington, es bueno para el resto del mundo y viceversa.  

Pero es en este supuesto donde puede encontrarse el origen de los problemas que se han presentado en la aplicación del modelo y que han sido señalados por diversos críticos al proceso globalizador. Cabe preguntarse si lo que resultó en Estados Unidos en alguna época, ¿resultará también en Kenya, en Camboya o en Argentina? 

La aplicación de las medidas económicas recomendadas o, más bien exigidas por el órgano central del Consenso de Washington, el FMI, han dejado más de algún desastre en diversos países del mundo. El caso argentino no está ajeno a esta realidad.

Cuando Carlos Saúl Menem asumió la presidencia de la República Argentina, en Julio de 1989, el país se encontraba sumido en un profundo caos económico y social. En el lapso de diez años, el notable estadista, hijo de inmigrantes sirios, desarrolló una verdadera revolución en su nación, solo comparable a la realizada en Chile bajo el régimen militar, salvo que la gracia de Menem fue que tales cambios los realizó en plena vigencia del estado de derecho y bajo el ejercicio de las libertades de expresión, reunión y organización sindical. El secreto de su éxito se basó no sólo en un atrevido “plan de convertibilidad”, que prácticamente dolarizó la economía argentina, sino que en la aplicación, contra viento y marea, de las recetas más ortodoxas del Consenso de Washington.

  Como lo señaló el articulista de Newsweek, Peter Hudson: “Su empleo de las recetas del libre mercado, previamente un tabú en la mayor parte de América Latina, transformó Argentina en un modelo de reforma económica para la región”.[2] Al mismo tiempo que cortejaba al gran capital, les vendió cerca de cien empresas de propiedad estatal y se dio a la tarea de implementar una drástica reducción de la planta de servicio público, dando paso así a la proliferación de los actualmente afamados “contratos a honorarios”.

En diez años logró controlar una hiperinflación de cuatro dígitos hasta reducirla a una mínima expresión. En el mismo lapso atrajo más de 50.000 millones de dólares en inversión extranjera directa, logrando un incremento del PIB desde poco más de 80.000 millones de dólares en 1989, a más de 290.000 millones de dólares en 1998. 

¿Una historia de éxito?

Al término del mandato de Menem las estadísticas entregadas por Gallup indicaban lo siguiente: 

“Un 37 % de los menores de 22 años que buscan trabajo, no lo encontrará. 

Un 30 % de la masa trabajadora carece de todo tipo de previsión de salud, ni cuenta tampoco con un sistema de jubilación. 

En Argentina se produce una muerte violenta cada seis horas. Cada cuatro minutos se registra algún tipo de robo en el país. El 80 por ciento de la población esta segura que la criminalidad es hoy más fuerte que nunca antes. Uno de cada cuatro habitantes de la ciudad de Buenos Aires ha sido asaltado en los últimos cuatro meses. 

Según cifras realistas, el desempleo en Argentina se eleva por sobre el 19 %, y afecta a más de 7 millones de trabajadores.  Pero el problema clave aquí no es la cantidad de pobres, sino el empobrecimiento. Más del 70 % de estos siete millones eran, hace algunos años, miembros de la clase media, y el 30 % restante vive en condiciones de miseria. Si se proyectan los datos a nivel nacional, más de 10 millones de personas se encuentran por debajo de la línea de pobreza. Poco menos de un tercio de la población.”[3] 

Como en todo orden de cosas, nada es absolutamente bueno ni nada es absolutamente malo. Muchas de las medidas económicas recomendadas por el Consenso de Washington son muy razonables, hasta de sentido común. No obstante, la aplicación del modelo de manera ideológica, carente de pragmatismo y sin adaptación a cada realidad, produce resultados como los que acabamos de señalar. 

No hay duda que la imposición de este modelo obedece a un único objetivo que consiste en satisfacer los intereses de Estados Unidos. El resto de los países desarrollados, la Unión Europea y Japón se benefician marginalmente del modelo y, en muchos casos, es también resistido por estas naciones.

Septiembre 2004


[1] Latin American Adjustment: How Much Has Happened? John Williamson, editor. Institute for International Economics. Washington, DC. 1990. Página 7. 

[2] Newsweek. September 13, 1999. Página 9.

[3] Frances Relea. “El rastro de corrupción de la ‘década Menem’ “. El País Digital Internacional. Miércoles 20 de octubre de 1999.